martes, 18 de diciembre de 2012

Ritual

Sus caminos se cruzaban todas las mañanas a las 8.10, justo al lado del carrito de completos. Se sonreían de lejos, tratando de disimular las ojeras y el frío que les golpeaba las mejillas, y se daban un abrazo que siempre duraba cuatro misisipis. Cada uno cerraba los ojos y respiraba muy hondo.
Entonces se separaban, se deseaban un muy buen día, y seguía cada uno por su camino a clases.
Arrancó la hoja una vez más. La dobló y la rompió enérgicamente en cuatro partes. Volvió a poner otra en la máquina de escribir. Intentó comenzar la frase de otra manera.
Fue inútil.
"Te quiero", tecleó al final, antes de rendirse. 
A veces María Gracia alzaba la cabeza y silbaba. Era una melodía suave, que se repetía tres veces y se alargaba en la última nota. Entonces, si se acercaba lo suficiente a la pared, escuchaba otro silbido a modo de respuesta -el resto de la pieza musical-, muy bajito. El sonido le llegaba cada vez desde un lugar distinto, un poco más a la izquierda o a la derecha, más lejos o más cerca, pero en cualquier caso siempre desde el otro lado.
Ese momento significaba muchas cosas para María Gracia. Era el instante de la nostalgia y la añoranza, pero también significaba que el mundo aún existía allá afuera, que había que resistir a pesar de los años y el olvido. Entonces se decía que solo debía salvarse, que cuando él bajara los peldaños polvorientos y viniera a verla con su sonrisa falsa, simplemente tenía que obedecer, cerrar los ojos y asentir. No podía gritar. Tenía que morderse la lengua para no gritar si era necesario; clavarse las uñas en los brazos o en las palmas de las manos, pero como fuera, aunque le doliera en cada centímetro del cuerpo, las lágrimas se le escaparan, y la sangre cayera, esta vez no podía gritar.

Quiero dejar muy claro -dijo, sin mirarlo-, que no estoy aquí por la certeza o porque tu mensaje me haya llegado a tiempo. Vine por la forma en que tomaste mi mano. Porque pensé que podía significar algo, y no podía irme sin averiguarlo. 

domingo, 9 de septiembre de 2012

Por cuestiones topográficas, Santiago está obligado a levantarse con el pie izquierdo cada día. Nunca le ha dado muchas vueltas, convencido como está de que esa clase de detalles invisibles no puede repercutir en su vida de manera definitiva. Así que, como hubiera hecho cualquier otra mañana, se levanta con el pie izquierdo.
Va a ser un buen día, se dice, mientras observa sonriente el cielo despejado de su ventana en el décimo tercer piso. Entra en piloto automático al baño, e ignorando el espejo trizado, se mete a la ducha. Como siempre, el agua caliente se corta en la mitad, porque nadie se ha molestado en llamar al gásfiter, pero no le importa mucho. Incluso se queda más tiempo ahí, con el agua fría cayendo por su espalda. La verdad es que, quién sabe por qué, hoy tiene la inexplicable certeza de que las cosas saldrán justo como las ha planeado.
Quizás por eso se sorprende cuando su padre irrumpe en la cocina con expresión desencajada. Ese era su día libre, no había muchas razones para levantarse temprano. Lo observa en silencio, masticando concienzudamente las zucaritas con leche de su desayuno, y entonces su padre simplemente lo abraza. Lo abraza muy fuerte, y Santiago cree percibir algo como un sollozo saliendo de él, y también miedo. Pero es su padre, el hombre que no lloró ni siquiera cuando Gabriela lo abandonó a él y su hijo sin dar ninguna explicación; que no tuvo miedo ni siquiera cuando recibió amenazas de muerte después de algún negocio complicado.
-Estás... bien? -pregunta dubitativo.
El hombre aligera un poco la fuerza del abrazo, y finalmente se aleja. Se aclara la garganta, avergonzado, y asiente lentamente.
-Olvídalo... Creo que tuve un mal sueño. ¿Vuelves temprano?
-Supongo que sí.
Su padre asiente otra vez. Se queda unos segundos más allí, mirándolo de una manera distinta, como queriendo decirle algo, pero al final parece convencerse de que está haciendo el ridículo.
-Cuídate -murmura, al tiempo que vuelve a desaparecer dentro de su habitación. Santiago se queda perplejo, olvidándose de las zucaritas, de la hora, de todos sus planes para el día. Cuando vuelve en sí, está definitivamente retrasado, y termina atascado en un taco adentro de una micro muy llena.
Al bajarse, lo asalta la sensación de haber olvidado algo, pero no piensa en eso. Corre hasta llegar al punto de reunión, que por supuesto está vacío. Busca a los demás con la mirada, pero sabe que es prácticamente imposible encontrar a alguien en medio de esa multitud que abarrota las calles como nunca, gritando y saltando, desbordante de ira y alegría. Marca números insistentemente en su celular, pero nadie contesta. Así que se resigna, y empieza a avanzar por la Alameda, confundiéndose entre los miles que han salido esa mañana con ganas de cambiar alguna cosa. Y de cierta manera está bien así, los desconocidos se sienten menos desconocidos, y sigue siendo un buen día a pesar de todo. De hecho, la jornada resulta ser todo un éxito.
A las dos de la tarde la columna de gente aún parece interminable, y una banda toca en un escenario improvisado. Entonces sucede lo que todos sabían que eventualmente iba a ocurrir. Llegan ellos. Un ejército de ellos.
El caos es inmediato. La multitud se dispersa y se agolpa en todas direcciones, y el aire se llena de gritos, humo, agua y piedras, borrando de golpe toda la calma de las horas previas. Santiago también corre, tan rápido como puede, con los ojos llorosos como tantos otros. A lo lejos ve a algunos de sus amigos, pero no va hacia ellos porque sus instinto le dice que no podrá escapar por ahí. Finalmente logra salir del perímetro, y alcanza calles más pequeñas y menos transitadas. Es hora de ir a casa, decide.
Y ahí es cuando escucha los gritos. Se acerca lentamente, y de pronto se encuentra con la escena que todos conocen pero que de alguna manera siempre es un rumor. Tres hombres vestidos de uniforme golpean a un joven en un callejón, y logra distinguir un rostro familiar... un compañero de universidad, ese que siempre se sienta tras él. Se queda paralizado, sin saber si correr, gritar, buscar ayuda o si debería grabar el momento para cuando se necesiten pruebas. Ve sangre manchando el cemento, pero ni siquiera eso lo hace reaccionar.
-¿Qué estás mirando, hueón? -escucha, y solo entonces sus músculos responden. Y corre, corre todo lo que sus piernas le permiten correr. Por un momento cree que los ha dejado atrás. Pero entonces escucha el balazo, y luego otro, y otro. Y otro.
Hay un segundo en que el tiempo se detiene mientras su cuerpo cae al suelo. Entonces comprende todas las señales, la mirada de su padre, la sensación de haber olvidado algo, las repercusiones de levantarse cada día con el pie izquierdo, las casualidades que lo habían empujado a ese callejón a las 2.35 de la tarde. Comprende todo, y se da cuenta de que es un estúpido, porque ya no hay nada que pueda cambiar. Ve una silueta acercarse, pero simplemente ya no importa más.
Después de eso, nadie volvió a verlo. Apareció una semana después, el cuerpo convertido en un bulto abandonado al otro lado de la ciudad.

Dijeron que fue un robo.

lunes, 6 de agosto de 2012

El virus del miedo

Daniel vive su vida con miedo. En realidad siempre ha sido así, no hay momento en su memoria que no esté al menos levemente teñido del pánico que le quema todo el tiempo en la garganta, ni siquiera el más simple y vano de la breve colección.
Nunca le ha parecido tan grave, en todo caso. Uno aprende a vivir. La gente ahora tiene miedo hasta de darle la hora a un desconocido, así que el asunto no es como para sentirse muy especial ni comentárselo al médico en el control anual -claramente el médico sospecha, algo en su mirada hace que a veces Daniel se pregunte si no pertenecerán a la misma familia, si no compartirán ese grito nocturno que nadie más escucha.
Lamentablemente este miedo es de esos que crece como un tumor, en silencio y de la peor manera, de modo que cuando Daniel abre los ojos y descubre una mañana soleada, se siente un veterano de guerra, y hasta con ganas de escribir un testimonio de su vida para alentar a algún hermano lejano que ya crea desfallecer. Y es casi feliz durante años, el miedo es simplemente un reloj o un anillo que nunca se quita, nada más.
O eso, al menos, es lo que se repite a sí mismo cada vez antes de apagar la luz.

Una noche de Mayo, Daniel se encuentra tendido en la cama, con la vista clavada en el techo, sin moverse, expectante en medio de la oscuridad. Es presa del insomnio. El tic-tac del reloj despertador le retumba en los oídos, y poco a poco se va dando cuenta de que la quemazón a la que creía haberse acostumbrado es en realidad más intensa que nunca, que jamás ha tenido la menor intención de dejarlo.
No logra contener el escalofrío cuando descubre que ese sonido que al principio parece ser el viento azotando las copas de los árboles es realmente la respiración de los monstruos, que se va haciendo más clara y audible a medida que se acercan, y ahora que su propia respiración se acelera para captar algo del oxígeno que queda en su habitación invadida, recuerda el plan de contingencia que tiene preparado desde su más tierna juventud; porque una cosa es el miedo -ahora digamos terror- y otra cosa muy distinta es la derrota.
La pistola está ahí, en el fondo del cajón del velador. Daniel respira apenas, la toma temblando y se queda hipnotizado por el brillo del arma, perfectamente distinguible para sus ojos, pese a la oscuridad y las náuseas.
Entonces los escucha. Ellos lo han descubierto y enfurecidos, se abalanzan sobre él. Están hambrientos y no planean dejarlo escapar después de tantos años de espera.
Él se queda inmóvil todavía unos segundos más, tal vez con la secreta esperanza de un rescate que no planea llegar, y en el instante mismo en que los monstruos comienzan a devorarlo, aprieta el gatillo una, dos, tres y cuatro veces, hasta que la quemazón, la oscuridad y sobre todo ellos desaparecen para siempre de su existencia.
A partir de entonces el tiempo transcurre de otra manera, no está muy claro si el tiempo avanza o se congela o si los segundos duran una fracción de la eternidad. El instinto lo lleva a una habitación desconocida, en donde un hombre mira fijamente el techo en medio de la oscuridad. Naturalmente, también hay muchos otros allí dentro, ocultos entre las sombras. Todos esperan.
El hombre entonces, como si hubiera percibido la señal, empieza a respirar cada vez más rápido. Los segundos pasan y un arma aparece, brillando como si tuviera luz propia. La habitación está absolutamente abarrotada. Daniel salta por impulso justo cuando se oye el disparo, pero los demás llegan antes, obligándolo a empujar, a gritar. Grita mucho más fuerte cuando al fin llega. Cuando reconoce su rostro debajo de la sangre, cuando observa el arma y los monstruos reaparecen triunfantes a su alrededor, listos para reclamar el trofeo y alimentarse al fin.

domingo, 17 de junio de 2012

sábado, 9 de junio de 2012

Lo tuyo siempre fue correr, yo lo sabía. Así que fui ingenua, y decidí empezar a correr también para permanecer a tu lado, para acompañarte kilómetros y kilómetros. Eras rápida, a veces te alejabas. Era imposible saber que eso ocurría porque lo que realmente hacías era correr de mí.

lunes, 28 de mayo de 2012

Mentira

-Te voy a extrañar, Roberto.
Él tiró el cigarro al suelo, lo pisó sin convicción, y le dio un beso rápido en los labios. No cerró los ojos.
-Yo también.

sábado, 26 de mayo de 2012

Pucha

-Te quiero -le dijo por fin, después de años de silencio. Se lo dijo allí, desnuda en la cama, con un aleteo de golondrina en el pecho y algo como la felicidad brillándole en la piel. Pronunció esas palabras porque eran las únicas que lo resumían todo, porque decir París, golondrina o lluvia no hubiera resultado comprensible, pese a que en el fondo se trataba de eso, te quiero y golondrina.
-Pucha -dijo él, tensándose entre sus brazos-. Pucha, el trabajo de mañana, lo había olvidado. Pucha -repitió absurdamente, ya vestido, recogiendo sus cosas desperdigadas por el suelo a toda velocidad y contando unas monedas-. Te dejo lo del taxi.
Cerró la puerta muy fuerte, sin mirarla ni darle un beso, dejándola ahí con la golondrina muerta, desnuda en la cama, con el eco del portazo en los oídos y mil pesos encima de la mesa. 

Lo de siempre

Y mientras veía la lluvia caer, amarrado como tantos días a la ventana, pensó en ella con algo de remordimiento. Trató inútilmente de hundirse en su chaleco favorito y el pan con mantequilla, sepultarla bajo el recuerdo de dos libros nuevos que lo llamaban desde el escritorio, el partido del sábado o la inminente entrega del proyecto. Pero nada de eso funcionó, y comenzó a desesperarse porque tenía un grito enterrado en el pecho, porque hacía frío y llovía y pensaba en ella, porque no había electricidad y no podía ni prepararse un té, porque el único que se ahogaba allí era él, porque la injusticia del mundo y la mala distribución de la riqueza, y todo convirtiéndose en un solo grito que no le salía del pecho, acumulándose en ese rincón sin salida, y además el gobierno, explícame; así que se acercó un poco más a la ventana para ver mejor la lluvia, a ver si podía tocarla, y ella, ella, y la gente en la calle a la que nada le importaba, míralos, acercarse un poco más y estirarse para alcanzarlos también a ellos, y entonces todo está mal, explícame por qué, Dios, por la mierda, explícame por qué, por qué ella, por qué por qué y entonces darse impulso como siempre supo que lo haría y por fin el grito, grande, muy grande y desde el pecho, uno solo, la única pregunta, y el cemento de golpe como una respuesta.

Madre


-Ojalá nunca lo hubieras intentado- pronunció con sequedad, de pie junto a la puerta, ya vestida y muy erguida, a pesar de la mochila enorme hiriéndole la espalda. 
La mujer la miró largamente, muy pálida, sin parpadear. Luego volteó y se dedicó a lavar y secar platos, uno por uno, con movimientos demasiado medidos, por diez minutos enteros. Buscó algo en el bolsillo del pantalón, y le tendió cinco billetes en un gesto que significaba tan poco como el beso de buenas noches que le había dado cada noche antes de dormir durante veinte años.
-Ojalá. 

Tercer lugar

Al principio eran simplemente ganas de conocerla. Así que me fui inventando metas, pequeños escalones o pasos hacia algo, anda tú a saber qué. Primero momentos, conversaciones, que me contara alguna cosa, y poco a poco ir sabiendo minucias sobre su vida, detalles más o menos insignificantes que para mí constituían siempre una victoria, mientras íbamos instaurando una especie de convergencia que aún ahora no deja de sorprenderme, una pequeña rutina, infidencias, risas.
Me parece que puedo considerar entre mis logros el ser un poco parte de su vida, algo más que una cara invisible a la que se saluda alegremente algunos días en algunos pasillos y después se olvida. Creo que fui un poco más que eso, que incluso notó mi ausencia un par de veces los martes y alguna palabra al aire la hizo pensar en mí. 
El problema quizás estuvo en que caí en mi propio juego, que en medio de todo eso se sumaron a las ganas de conocerla la esperanza de otras cosas, tomarle una mano o un brazo, tocarla de alguna manera aunque nunca fuera con las manos, esperanza de bancas, parques y cines y largas conversaciones en días de otoño que no sucedieron jamás.
Y es ahí en donde fracasé, cuando los escalones se acabaron y no hubo nada más, ninguna nueva meta que inventar, porque no me estaba permitido llegar más arriba. Ella no se enamoró de mí. Esa es la verdad, simplemente ella no se enamoró de mí. Y a pesar de eso me siento como si hubiera ganado algo, una cosa que no comprendo pero que llevo aquí en el pecho, tal vez una medalla en reconocimiento de algo que no existe o un bonito premio de consuelo.

Superstición

Quizás el error fue elegir el vestido naranjo, piensa mientras hunde el zapato en una poza de agua por tercera vez aquella mañana, y la lluvia salpica la versión oficial del informe que había acabado a duras penas hace tres horas exactas. En el trabajo, la jefa le grita un poco y un torpe compañero derrama café en su libro favorito. El torpe compañero, lleno de culpa, intenta ayudarla y consigue además tirar el arroz con leche -gran tesoro del día- al suelo.
Se crispa un poco cuando descubre que ha dejado la billetera en casa, pero el torpe compañero, solícito, ofrece invitarla a almorzar, a lo que ella acepta con desconfianza, porque uno no puede fiarse de alguien que anda por ahí tirando el arroz con leche de otros, y ese día todo está a punto de salir mal. No se sorprende particularmente cuando tira la sal al mover el brazo derecho ni cuando le traen el plato equivocado por segunda vez, pero sí un poco cuando descubre que el compañero se llama Javier, ha llegado hace un mes a la ciudad después de un tiempo recorriendo el mundo, adora el queso derretido y no soporta el olor a vainilla. La sorpresa es aún mayor cuando descubren que viven muy cerca, y antes de meditarlo ya han pedido un café latte cada uno y se acomodan un poco mejor en sus sillas.
La tarde avanza y la jefa le grita con ímpetu renovado; el sistema colapsa y reciben decenas de llamadas de clientes furiosos, pero al menos está ahí Javier, aún torpe mientras le explica la situación a una señora que no deja de gritar al teléfono, y derrama más café por el nerviosismo y quizás porque acaba de sonreírle, se ensucia el pantalón y la situación resulta ser más bien cómica. 
El día acaba y toda la ciudad parece estar allí en el metro. Reciben empujones, los trenes se marchan dejándolos en el andén, la hora avanza, putean un par de veces, miran el reloj, y por fin logran subirse, todo eso en plural y rosándose las manos como sin querer. Al despedirse, Javier comenta como de pasada lo bonita que se ve con ese vestido naranjo, y que tal vez sería una buena idea salir a tomar algo el viernes después del trabajo o el sábado. Es así como descubre que ha dejado la agenda en la oficina, y él el celular, pero apenas importa porque de cualquier modo se verán al día siguiente. 
Contenta por el inesperado giro de los acontecimientos, ya nada parecidos a los previstos al escoger el vestido naranjo por la mañana, camina liviana y sin temor hacia su hogar. Al vislumbrar al gato negro frente a ella, simplemente ríe y lo acaricia. Incluso constata que tiene suficiente espacio para él dentro de casa, y cuando nota que sus llaves no están dentro de su cartera, se encoge de hombros y se alegra de que Javier le haya explicado tan bien cómo llegar a su departamento desde allí. Porque seguro que a él también le gustan los gatos negros y ahora estará sentado solo junto al conserje, un poco triste y avergonzado mientras espera la llegada del cerrajero que, claro está, no piensa apresurarse por nada del mundo. 

lunes, 30 de abril de 2012

La solución

Bruno pasaba mucho tiempo solo. Todos los días lo veía desde mi ventana, paseando una y otra vez por la casa, como si creyera que por ir a otra habitación o sentarse en un sillón diferente se iba a sentir un poco menos solo.
Yo lo quería mucho a Bruno, pero él apenas se daba cuenta de mi existencia. Me hablaba, sí, me hablaba por tardes enteras con su voz grave y pausada, pero en el fondo no era más que un recipiente de palabras para él. Hablaba de sus comidas en silencio, de su casa que ya nadie limpiaba, de sus días leyendo o viendo películas o haciendo cualquier cosa que pudiera engañarlo del vacío, ese espacio blanco que poco a poco había ido ganándole los ojos.
Lo más importante en Bruno eran sus ganas de algo que lo sacudiera todo a su alrededor. Le encantaba imaginar catástrofes: una erupción volcánica, un incendio, terremotos, un derrumbe, diluvios. Aceptaba en su lista cualquier opción que causara el suficiente caos; podía estar horas y horas evaluando posibles escenarios. Lo que él quería en realidad era que el mundo se diera vuelta, que un día la gente despertara desconcertada en el mundo al revés, y no ser el único que cada día tenía que caminar por el techo.
Todos esos desastres ocurrieron eventualmente, pero Bruno no alcanzó a estar aquí para verlos, y no sé si realmente causaron el efecto que él esperaba. A veces sospecho que ni la más grande de las explosiones ha logrado cambiar algo de verdad.
El único verdadero cataclismo aquí fue la muerte de Bruno. Se colgó del techo una mañana, cuando yo estaba en el colegio, sin dejar ninguna señal, ni siquiera una nota, y creo que fui la única que entendió. Todo cambió ese día. Como si de pronto, el pueblo que llevaba tanto tiempo dormido hubiera despertado de un solo golpe, y estuviera desesperado por respirar hondo. Ahora había personas habitando la casa de Bruno, apartando ese vacío que lo había atormentado, y algo nuevo en las caras que me topaba por la calle camino al colegio o a comprar el pan. La gente se hablaba como si nunca lo hubiese hecho antes, se miraban como si fuera la primera vez. Una fiesta sin música se apoderó de las calles, de cada uno de los habitantes de este pueblo. Sospecho que nunca estuvieron más vivos que durante esos días. Y es que, después de la muerte de Bruno, el mundo se había dado vuelta por fin.

Hace un tiempo ya que todo eso acabó. Con el pasar de las semanas se fueron apagando, las palabras se gastaron y las pantallas fluorescentes pudieron más. Pero yo no dejo de pensar en Bruno, no dejo de preguntarme quién será el próximo que se sacrifique para regalarnos la esperanza de tener otro pedacito de vida de verdad.

sábado, 31 de marzo de 2012

Espía

Otra vez el sueño recurrente. La niñita rubia con su vestido de flores, su cara redonda y rosada, su risa como una caricia. Entonces las manos muy blancas y finas la alzaban en el aire, el viento suave agitando los árboles del fondo del patio.
No es que soñara siempre lo mismo, las situaciones o el clima cambiaban, la niñita estaba cada día un poco más alta y a veces eran menos felices, pero él no dejaba de asistir a sus vidas con una mezcla de envidia y euforia, la confusión inicial se había tornado costumbre, y a esas alturas ya no se sentía tan espectador como protector silencioso. Era un paternal, pequeño e inocuo dios sin otro poder que estar ahí para recoger la súplicas, las risas y una que otra puteada matutina.
Parpadeó. Siempre era difícil volver de este lado después de un día con ellas, aferrarse al cepillo de dientes no era suficiente para sentirse real. Contaba los pasos a la oficina, luchando para no volver a su cama, para no hundirse en la otra vida robada, para no volver a lo más cercano a la manoseada-vapuleada-patentada-por-Disney felicidad que él había conocido (había visto) alguna vez.

jueves, 23 de febrero de 2012

Concierto

Y cuando ya comenzaba la última canción, justo al centro de la masa humana que no dejaba de saltar y moverse al ritmo de la guitarra, la batería y el bajo, sus manos se encontraron. Nada importó mucho después de eso.

sábado, 18 de febrero de 2012

Para su desgracia, el día de su cumpleaños mucha gente le preguntó por el paradero de su hermano, y a todos respondió con aire ofendido que no tenía la menor idea, porque el ingrato no se había molestado en saludarlo ni contestar el teléfono aquel día ni los nueve anteriores. Lo hizo sin parpadear ni una vez y sin sudar demasiado, reprimiendo el impulso de voltear hacia el jardín, en donde los girasoles plantados hace once días exactos ya empezaban a brotar, y pronto poblarían el lugar para su regocijo y distracción de todos los demás.
Tenía muy claro que nadie iba a entender lo difícil que era tener un hermano gemelo que siempre lo había superado en todo, una versión mejorada de sí mismo que no había dejado de hacerle sentir ningún día de su vida que no era más que la mala copia, el segundo. Lo lógico en ese caso era deshacerse de él, eso quedaba más que claro, pero en un arranque de genialidad había decidido deshacerse de sí mismo, dejar morir a la mala copia y quedarse con la vida del otro, el original. Así que ahí estaba, con un bigote recién estrenado, celebrando su cumpleaños -al fin solamente su cumpleaños- en esa casa perfecta, mirando un poco nerviosamente los girasoles que apenas empezaban a crecer en el jardín.

Feliz

Todos lo vieron abrir la puerta de la casa que no era suya con un juego de llaves que no era suyo, adornando el momento con una cortés sonrisa que, como todo lo demás, no era suya.
Unos cuantos se preguntaron si debían llevar a las autoridades o al menos llamar a la puerta para exigir una explicación, pero la verdad es que el engaño había resultado tan lamentable, que todos comprendieron que se trataba del último recurso de un hombre desesperado. Por eso, movidos por la lástima, acudieron en masa a pedirle azúcar, regalarle postres o hablarle del tiempo. Él lo agradecía todo con una sonrisa nerviosa, los ojos brillantes y el pecho lleno de orgullo, y a veces hasta derramaba un par de lágrimas cuando alguien se quedaba a tomar la segunda taza de café.

miércoles, 18 de enero de 2012

Fuga

Gabriel trotaba. Todos los días, en algún momento entre las seis y las ocho de la tarde, siempre siguiendo el sendero de tierra del parque que estaba cerca de su casa. Cuando llovía, o el frío era demasiado intenso, se contentaba con la trotadora que tenía en el balcón, pero eso le dejaba una sensación de insuficiencia que lo ponía algo cabizbajo. Nunca dejaba de trotar. Ni cuando estaba enfermo, ni para año nuevo, ni para fiestas patrias, ni en los días malos. No dejaba de trotar ni siquiera los domingos.
Es que para Gabriel nunca era suficiente. No le interesaban las competencias, y sentía un moderado desprecio por aquellos que pregonaban una y otra vez la vida sana. No le importaban en absoluto sus pulmones ni la hipertensión, apenas recordaba que esas cosas existían. Solo necesitaba salir corriendo de las mañanas, de las tardes en la oficina, de sus noches solitarias, de los vecinos, de las micros, de sus zapatos negros.
Aquella tarde transcurrió igual a todas las demás. A las seis dejó lo que estaba haciendo, se puso la ropa deportiva, las zapatillas blancas y llenó la botella de agua. Cerró la puerta con llave. Cuando dejó el edificio, tiró las llaves a la basura.
En la mañana había visto por fin Forrest Gump. Ahora sabía perfectamente lo que debía hacer.

Lejos

A veces todavía iba a esperarla.
Llegaba por casualidad, justo cuando ya creía que el asunto estaba olvidado y bajaba la guardia. Entonces era la sorpresa, una suave bofetada antes de aceptarlo con un encogimiento de hombros y sentarse en la misma banca de cada vez, tarareando alguna canción, fumando un cigarrillo o sacando el diario de la mañana para hacer el crucigrama.
Por supuesto, ella nunca llegaba. Pero él no podía dejar de sentir que un día sí, que allí o en otra calle de adoquines se encontrarían y habría algo como una explosión de dulces de colores y fuegos artificiales, y tal vez hasta coincidiera con el atardecer o una llovizna inesperada.
Lo que hacía que le dieran ganas de llorar era saber perfectamente que ella no lo miraría, que quizás sus ojos barrieran distraídamente el espacio pero nunca viéndolo, y él se quedaría ahí de pie, muy callado y diciéndose que a la próxima, la próxima vez sí que le iba a preguntar el nombre.

sábado, 14 de enero de 2012

Miramos con resignación el pequeño cactus que se encuentra sobre la mesa. Trato de ignorar que está indebidamente inclinado hacia la derecha y que ha adquirido un tono mortecino, pero es imposible.
-Nada sobrevive en esta casa -dice mi hermana, muy seria.
Yo me quedo en silencio. Me gustaría contradecirla, exigirle pruebas, pero sé que tiene razón.
Al final, sin palabras, tomamos el macetero, y lo dejamos en un rincón bien oculto para que nadie más se dé cuenta. Quizás también a nosotras se nos olvide.

viernes, 13 de enero de 2012

Salió de su casa temprano. Cuando llegó a la esquina, compró en un kiosco cigarros y chocolate. En el metro se compró un café latte y se lo tomó muy lento, mirando distraídamente a la gente apurada de las ocho de la mañana. Llegó al andén sin ganas. Suspirando, pensó que iba a ser un día muy largo.

miércoles, 11 de enero de 2012

Desfase

La contempló en silencio. No sabía bien cómo explicarlo. Para él, ella era algo que no cuajaba, algo que siempre caía justo al lado del lugar correcto. Era la cercanía, pero también la distancia; una incipiente esperanza que acababa pegada en el parabrisas en forma de decepción. Con algo de sobresalto, pensó que estaba casi rozando el hastío.
Ajena a sus pensamientos, ella esbozó una sonrisa infantil y le tendió una mano, que él sujetó antes de siquiera darse cuenta. Se maldijo mentalmente, pero ya disculpándose, mientras proponía comprar algo de pizza y quizás arrendar una película.

jueves, 5 de enero de 2012

Cuando los días se ponen amarillos, Margarita salta de la cama y le regala al reflejo del espejo una sonrisa blanca y brillante. Se ducha cantando algo de Fito Páez y hace los mejores panqueques de su vida, que se come de inmediato sin guardarle a nadie, porque odia cocinar para otros.
Esos días Margarita trabaja un poco en su novela, pero lo hace sin angustia y como desde afuera, sin acordarse del editor ni de la falta de dinero. Después se va a tomar un café o un helado con Pablo, su novio de hace años, a menos que ya haya hecho planes con Marta, de la que por supuesto Pablo no sabe nada.
Los días amarillos convergen casi siempre en inagotables vasos de vino y algo muy parecido a la felicidad, hasta que el día se acaba y Margarita se mete a la cama con los ojos cerrados y las pantys puestas.
A mitad de la noche despierta con el corazón latiéndole muy rápido, y quizás por eso las cosas se le caen en la cara, porque a esas horas logra ver muy claro que no tiene idea de cómo terminar la novela, no tiene dinero, su editor está furioso, odia a Pablo, Marta la aburre y ni siquiera se ha cepillado los dientes.