domingo, 9 de septiembre de 2012

Por cuestiones topográficas, Santiago está obligado a levantarse con el pie izquierdo cada día. Nunca le ha dado muchas vueltas, convencido como está de que esa clase de detalles invisibles no puede repercutir en su vida de manera definitiva. Así que, como hubiera hecho cualquier otra mañana, se levanta con el pie izquierdo.
Va a ser un buen día, se dice, mientras observa sonriente el cielo despejado de su ventana en el décimo tercer piso. Entra en piloto automático al baño, e ignorando el espejo trizado, se mete a la ducha. Como siempre, el agua caliente se corta en la mitad, porque nadie se ha molestado en llamar al gásfiter, pero no le importa mucho. Incluso se queda más tiempo ahí, con el agua fría cayendo por su espalda. La verdad es que, quién sabe por qué, hoy tiene la inexplicable certeza de que las cosas saldrán justo como las ha planeado.
Quizás por eso se sorprende cuando su padre irrumpe en la cocina con expresión desencajada. Ese era su día libre, no había muchas razones para levantarse temprano. Lo observa en silencio, masticando concienzudamente las zucaritas con leche de su desayuno, y entonces su padre simplemente lo abraza. Lo abraza muy fuerte, y Santiago cree percibir algo como un sollozo saliendo de él, y también miedo. Pero es su padre, el hombre que no lloró ni siquiera cuando Gabriela lo abandonó a él y su hijo sin dar ninguna explicación; que no tuvo miedo ni siquiera cuando recibió amenazas de muerte después de algún negocio complicado.
-Estás... bien? -pregunta dubitativo.
El hombre aligera un poco la fuerza del abrazo, y finalmente se aleja. Se aclara la garganta, avergonzado, y asiente lentamente.
-Olvídalo... Creo que tuve un mal sueño. ¿Vuelves temprano?
-Supongo que sí.
Su padre asiente otra vez. Se queda unos segundos más allí, mirándolo de una manera distinta, como queriendo decirle algo, pero al final parece convencerse de que está haciendo el ridículo.
-Cuídate -murmura, al tiempo que vuelve a desaparecer dentro de su habitación. Santiago se queda perplejo, olvidándose de las zucaritas, de la hora, de todos sus planes para el día. Cuando vuelve en sí, está definitivamente retrasado, y termina atascado en un taco adentro de una micro muy llena.
Al bajarse, lo asalta la sensación de haber olvidado algo, pero no piensa en eso. Corre hasta llegar al punto de reunión, que por supuesto está vacío. Busca a los demás con la mirada, pero sabe que es prácticamente imposible encontrar a alguien en medio de esa multitud que abarrota las calles como nunca, gritando y saltando, desbordante de ira y alegría. Marca números insistentemente en su celular, pero nadie contesta. Así que se resigna, y empieza a avanzar por la Alameda, confundiéndose entre los miles que han salido esa mañana con ganas de cambiar alguna cosa. Y de cierta manera está bien así, los desconocidos se sienten menos desconocidos, y sigue siendo un buen día a pesar de todo. De hecho, la jornada resulta ser todo un éxito.
A las dos de la tarde la columna de gente aún parece interminable, y una banda toca en un escenario improvisado. Entonces sucede lo que todos sabían que eventualmente iba a ocurrir. Llegan ellos. Un ejército de ellos.
El caos es inmediato. La multitud se dispersa y se agolpa en todas direcciones, y el aire se llena de gritos, humo, agua y piedras, borrando de golpe toda la calma de las horas previas. Santiago también corre, tan rápido como puede, con los ojos llorosos como tantos otros. A lo lejos ve a algunos de sus amigos, pero no va hacia ellos porque sus instinto le dice que no podrá escapar por ahí. Finalmente logra salir del perímetro, y alcanza calles más pequeñas y menos transitadas. Es hora de ir a casa, decide.
Y ahí es cuando escucha los gritos. Se acerca lentamente, y de pronto se encuentra con la escena que todos conocen pero que de alguna manera siempre es un rumor. Tres hombres vestidos de uniforme golpean a un joven en un callejón, y logra distinguir un rostro familiar... un compañero de universidad, ese que siempre se sienta tras él. Se queda paralizado, sin saber si correr, gritar, buscar ayuda o si debería grabar el momento para cuando se necesiten pruebas. Ve sangre manchando el cemento, pero ni siquiera eso lo hace reaccionar.
-¿Qué estás mirando, hueón? -escucha, y solo entonces sus músculos responden. Y corre, corre todo lo que sus piernas le permiten correr. Por un momento cree que los ha dejado atrás. Pero entonces escucha el balazo, y luego otro, y otro. Y otro.
Hay un segundo en que el tiempo se detiene mientras su cuerpo cae al suelo. Entonces comprende todas las señales, la mirada de su padre, la sensación de haber olvidado algo, las repercusiones de levantarse cada día con el pie izquierdo, las casualidades que lo habían empujado a ese callejón a las 2.35 de la tarde. Comprende todo, y se da cuenta de que es un estúpido, porque ya no hay nada que pueda cambiar. Ve una silueta acercarse, pero simplemente ya no importa más.
Después de eso, nadie volvió a verlo. Apareció una semana después, el cuerpo convertido en un bulto abandonado al otro lado de la ciudad.

Dijeron que fue un robo.