miércoles, 30 de noviembre de 2011

Como en las películas

Se conocieron en el teatro. Semana tras semana una jugaba a no ser ella en el escenario, y la otra interpretaba el rol de la atenta espectadora. Se miraban a veces, como sin querer, un brillo en los ojos que podía deberse a la emoción del drama, una sonrisa que podía ser perfectamente parte del personaje, y siempre en medio la línea invisible que las separaba.
A pesar de eso, para ellas se convirtió en una rutina secreta. La mayoría de las veces Cristina se sentaba en la segunda fila, justo al centro, y Daniela se las arreglaba para recitarle palabras de amor sin que nadie más se diera cuenta. Cuando Cristina se retrasaba, Daniela no podía dejar de buscarla entre la multitud, con una ansiedad mal disimulada.
Un día, no se presentó. Cristina fue incapaz de prestar atención a la trama de la obra, conteniendo el aliento cada vez que la escena cambiaba con la entrada o salida de algún personaje, o algún espectador se aclaraba la garganta o se movía más de lo común. Quizás hubiera enfermado, quizás estuviera allí, en primera fila o tras bambalinas.
No podía haber desaparecido, no así, se dijo cuando al fin abandonó el teatro, varios minutos después de que el último espectador dejó el lugar. Caminó un par de metros por la acera vacía, absolutamente absorta en sus especulaciones, hasta que algo la detuvo.
-Pensé que hoy no habías venido -oyó a su espalda. Aquella voz suave y elegante, que modulaba las palabras a la perfección, era imposible de olvidar. Y efectivamente, su dueña estaba allí, apoyada en el muro, tan cerca que habría podido tocarla-. Pero no podía marcharme sin estar segura...
-No estabas en el escenario -reclamó Cristina cuando al fin consiguió salir de su estupor. Le sorprendía lo fácil que resultaba hablarle por sobre la línea invisible, a esa mujer a la que en realidad no conocía y con quien no había intercambiado más que miradas. Por fin las dos actuaban en el mismo escenario, para el mismo público, a un mismo tiempo-. Te esperé, te busqué, y no estabas.
-Lo siento. Necesitaba la noche para hacer algo importante.
-Ah, sí?- inquirió, con una vaga sensación de vértigo. ¿Y si todo era un malentendido? ¿Y si solo habían sido ensoñaciones? Se aclaró la garganta, tratando de conservar la calma-. ¿Y qué era eso?
Daniela sonrió, leyendo la incertidumbre en las facciones de la chica.
-Buscarte -dijo, al tiempo que cruzaba la corta distancia que las separaba con un par de pasos. Su sonrisa se hizo más brillante, y se acercó un poco más-. Y si me dejas, besarte... 

viernes, 25 de noviembre de 2011

Empezó como unas cuantas gotas invisibles, pero con los días, sin que nos diéramos cuenta, el agua fue avanzando, ganando su terreno centímetro a centímetro.
Cuando se hizo obvio, el daño ya estaba hecho. Agua que venía de ninguna parte, entre las plantas, y hasta en la aspiradora. Agua en las cerámicas, en los espacios, en todos los rincones. Y lo peor es que lo había planeado todo tan bien, que no pudimos rastrearla para evitar que viniera el resto.
Lo que no sabíamos, es que esa no era más que una maniobra de distracción. Fue un ensayo, una prueba, y un descanso, pero el ataque no era en contra de nosotros.
Mis vecinos fueron las verdaderas víctimas. Nadie podría haberles advertido lo que iba a suceder esa mañana, cuando se levantaran a la hora de siempre y se encontraron con medio departamento bajo el agua. Los peluches, los libros y las revistas flotaban inertes, mientras ese líquido transparente lo barría todo a su paso, ya sin disimulo, ni respeto alguno, concretando por fin su venganza.
Nunca pudimos entender muy bien qué sucedió, pero no nos sorprendimos cuando, una semana después, el departamento apareció absolutamente vacío. Se fueron el agua, los vecinos y hasta los colores.
En realidad, nosotros nos alegramos. Tenían los peores gustos musicales y hacían demasiadas reuniones familiares.
Así que nos declaramos pro-agua y desde entonces somos unos comprometidos ambientalistas.

martes, 22 de noviembre de 2011

Dr. House

Decían que tenía alas de mariposa.
Pero esta vez, para su sorpresa, sí fue lupus.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Cinco

Fueron cinco minutos, ni un segundo más que eso.
Pero sé que fuimos los mejores amigos durante ese tiempo.

Ready to start

Llevaba horas sentada en los últimos peldaños de la escalera, con los ojos insomnes anclados a la puerta y un ramo de flores azules en el regazo. Los rayos del sol matutino se filtraban por la cortina que ella aún no abría, porque tal vez si no se movía, si no cambiaba nada a su alrededor, el tiempo dejaría de avanzar hacia el final inminente, que ahora se precipitaba en forma de mujer llevando una maleta roja por la escalera. Hacia ella, avanzaba hacia ella. Pero lo hacía solo para alejarse de una sola vez y para siempre.

Por un segundo sus miradas se encontraron. Había algo entre disculpa y desafío en sus ojos verdes, y pensó que en los suyos debía haber algo que se parecía demasiado a la resignación.

-¿Te acuerdas? -preguntó finalmente, en un susurro, señalando las flores azules-. Me las encontré anoche. Son... las del principio.
-Me acuerdo.
La mujer dejó la maleta a escasa distancia de la puerta, y tomó una chaqueta.
-Claro que me acuerdo -repitió, dando unos pasos hacia ella, que seguía sentada en los peldaños, incapaz de ponerse de pie. Le acarició la mejilla con la yema de los dedos, un gesto dulce y triste al mismo tiempo, y sonrió con algo de amargura -. Lo siento, sabes que es así. Pero tratamos y...
-Lo sé.
Se miraron en silencio una vez más.

¿Cuándo habían dejado de amarse? Se habían prometido amor eterno una y mil veces, habían inventado castillos y dragones juntas, pero ahí estaban ahora, mirándose la una a la otra sin saber muy bien qué decir. ¿En qué momento todo se había convertido en una miserable costumbre?
-Voy a estar un poco perdida sin ti, ¿sabes?
La mujer se agachó frente a ella, hasta quedar a su altura.
-Sé lo que estás pensando. Estás pensando en todo lo que creímos y creamos, en cómo ahora no hay nada... Fuimos buenas, bonita. Esto fue real. Pero al final resultó que estábamos equivocadas, y el amor no nos duró para siempre. Si me quedara, solo nos haría sufrir a las dos... y no puedo hacernos eso. No puedo hacerte eso.
Suspiró, y ambas se pusieron de pie. La del ramo tomó una flor, y se la entregó.
-Para que no dejes de acordarte, hagas lo que hagas de tu vida.
-No te preocupes -musitó-, sabes que no olvido.
Y eso sí, era verdad.

La despedida fue sencilla. No hubo lágrimas ni discursos, no hubo tragedia... Fue un final, simplemente.
La mujer tomó su maleta, y tras una última mirada abrió al fin la puerta. Con todo el valor que pudo reunir, dio un paso decisivo hacia el exterior. No podía arrepentirse. No podía pensarlo dos veces... Así que se marchó.

Ella a su vez se quedó contemplando la puerta, reviviendo los últimos minutos, al tiempo que digería su nueva situación. Estiró sus músculos, un tanto acalambrados por las horas sentada en los peldaños, y abrió las cortinas. Lo pensó mejor, y también abrió las ventanas. Ya no había que luchar para detener el tiempo.
La luz llenó todo el lugar.

El día empezaba. Y ella misma, de cierto modo, también estaba empezando en ese instante.


Tal vez

Si me hubieras abrazado tal vez yo no te habría matado.
Pero no lo hiciste y ya nunca sabré cómo hubieran sido las cosas.
No me queda más que enterrarte.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Under our feet

La primera vez que la vio, ni se le ocurrió que pudiera ser el amor de su vida. La segunda vez que la vio, cuando se encontraron por casualidad, pensó que sus ojos eran interesantes. La tercera vez le conversó un poco más, y se dio cuenta de que su sonrisa era más brillante que cualquier otra que hubiera visto. La cuarta vez la invitó a tomar un café, y cuando se emborrachó le cantó una canción de amor.
Después perdió la cuenta.


La última vez que la vio, tenía los ojos cerrados, y no sonreía. Aun así, todo lo que pudo pensar fue que ella era la mujer más hermosa del mundo. La miró en silencio varios minutos, y cuando echaron el primer puñado de tierra, supo que también era el entierro de su propio corazón, que se iba a quedar para siempre anclado ahí, a tres metros bajo tierra.

martes, 15 de noviembre de 2011

Pajaritos

Todo pasó demasiado rápido. La llamada, el carro de paros, el monitor que no funcionaba, la mujer desnuda sobre la camilla, la reanimación. Los minutos se condensaron en la emoción que después se transformó en angustia, en esos relojes doblados por un corazón que no latía, por unos pulmones que no se llenaban, mientras el cronómetro marcaba dos minutos, y otros dos, y otros dos.

Nada pasa como en las películas. La vida es mil veces más terrible, más dolorosa, más caótica. Y quizás por eso es mejor. Porque, al fin y al cabo, esto sí es real.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Incertidumbre

Todos los días, cuando te acercas a saludarme, no sé si mirarte o evitarte, si tratar de leer las señales y averiguar la verdad, o ignorarla.
A veces espero que tropieces y te delates, para así no tener que fingir más, no tener que mantener todo tras el disfraz del silencio.
Algunas tardes me quedo de pie en la entrada de tu habitación, tratando de distinguir los rótulos de las cajas, las pistas bajo el desorden y la suciedad. Y entonces deseo con toda mi alma no haberte elegido, haber decidido mejor hace tantos años, cuando tuve la oportunidad.
Pedaleó con fuerza en la curva, casi con rabia, e ignoró completamente las puteadas que un conductor le gritó desde la ventanilla de su auto. Las cosas pasaban frente a sus ojos como una sola masa de colores, las flores naranjas y amarillas, las casas pareadas, los jardines perfectos. Sus piernas ardían, pero seguía pedaleando sin darse un descanso, sin disminuir la velocidad. No había nada, nada, salvo el ardor y algo que se parecía a volar.
Todo se precipitó a ese momento, cuando pasó el bus de las seis. Los frenos se hicieron inalcanzables, los segundos avanzaron demasiado rápido. El impacto fue inevitable.

Abrió los ojos en el hospital, a medias entre la realidad y el sueño nebuloso de los sedantes. Tenía seis costillas rotas, una fractura de tibia derecha, múltiples contusiones, una luxación de tobillo. Yeso, kinesiólogo, dolor. Más dolor.
Sintió la mirada de la mujer que estaba sentada al lado de su cama, y se alegró de que el cuello ortopédico fuera una buena excusa para no devolver la mirada, y poder en cambio, enterrarla en el techo. Sintió una punzada en algún lugar entre el corazón y los pulmones, no supo muy bien si eran las costillas rotas o simplemente la culpa.

Era la tercera vez.
Quizás debía decir algo, disculparse, excusarse con alguna incoherencia, pero sus cuerdas vocales estaban paralizadas, y su lengua parecía estar hecha de arena.
Quizás no había nada que decir.

Necesitaba sentir algo para saber que vivía. Necesitaba el dolor para seguir viviendo. Eso era todo.
Y no había ninguna palabra que pudiera cambiar eso, no había excusas, no había disculpas.

Cerró los ojos. El efecto de los analgésicos estaba pasando. Y sonrió.




sábado, 5 de noviembre de 2011

Fe -qué nombre más terrible- se levantaba todas las mañanas a las siete. Se despertaba unos segundos antes de que la alarma sonara, así que se estiraba en la cama, aferrándose a la almohada un poco, y cuando la alarma sonaba, ella saltaba de la cama sin dudar.
Fe siempre estaba llena de fe. Tenía fe cuando salía a trotar al parque cerca de su departamento, cuando tomaba su bicicleta para llegar a la oficina, y cuando sabía que tendría que pasarse todo el día frente al computador, cuadrando finanzas infinitas.
Pero no tenía fe en la paz mundial, o en que la pobreza se acabara, o en que todos fueran felices y se acabara la injusticia. Ella creía en las cosas pequeñas, como sus tulipanes que ya iban a florecer, o su gato Menta, o la luna. Fe vivía de las cosas pequeñas, porque para ella esos regalos de la vida valían más que cualquier cosa.
Y cuando volvía a casa por la noche, y comía lechuga con limón y sal mientras veía una película -a veces también llamaba a su mejor amiga Silvia, o a Julián- sabía que era feliz, que su nombre fatídico no la había convertido en una maldita ironía de la vida, como tantas Dolores o Victorias que a veces veía sollozando en la calle, o aferradas a los asideros de la micro o el metro.