lunes, 6 de agosto de 2012

El virus del miedo

Daniel vive su vida con miedo. En realidad siempre ha sido así, no hay momento en su memoria que no esté al menos levemente teñido del pánico que le quema todo el tiempo en la garganta, ni siquiera el más simple y vano de la breve colección.
Nunca le ha parecido tan grave, en todo caso. Uno aprende a vivir. La gente ahora tiene miedo hasta de darle la hora a un desconocido, así que el asunto no es como para sentirse muy especial ni comentárselo al médico en el control anual -claramente el médico sospecha, algo en su mirada hace que a veces Daniel se pregunte si no pertenecerán a la misma familia, si no compartirán ese grito nocturno que nadie más escucha.
Lamentablemente este miedo es de esos que crece como un tumor, en silencio y de la peor manera, de modo que cuando Daniel abre los ojos y descubre una mañana soleada, se siente un veterano de guerra, y hasta con ganas de escribir un testimonio de su vida para alentar a algún hermano lejano que ya crea desfallecer. Y es casi feliz durante años, el miedo es simplemente un reloj o un anillo que nunca se quita, nada más.
O eso, al menos, es lo que se repite a sí mismo cada vez antes de apagar la luz.

Una noche de Mayo, Daniel se encuentra tendido en la cama, con la vista clavada en el techo, sin moverse, expectante en medio de la oscuridad. Es presa del insomnio. El tic-tac del reloj despertador le retumba en los oídos, y poco a poco se va dando cuenta de que la quemazón a la que creía haberse acostumbrado es en realidad más intensa que nunca, que jamás ha tenido la menor intención de dejarlo.
No logra contener el escalofrío cuando descubre que ese sonido que al principio parece ser el viento azotando las copas de los árboles es realmente la respiración de los monstruos, que se va haciendo más clara y audible a medida que se acercan, y ahora que su propia respiración se acelera para captar algo del oxígeno que queda en su habitación invadida, recuerda el plan de contingencia que tiene preparado desde su más tierna juventud; porque una cosa es el miedo -ahora digamos terror- y otra cosa muy distinta es la derrota.
La pistola está ahí, en el fondo del cajón del velador. Daniel respira apenas, la toma temblando y se queda hipnotizado por el brillo del arma, perfectamente distinguible para sus ojos, pese a la oscuridad y las náuseas.
Entonces los escucha. Ellos lo han descubierto y enfurecidos, se abalanzan sobre él. Están hambrientos y no planean dejarlo escapar después de tantos años de espera.
Él se queda inmóvil todavía unos segundos más, tal vez con la secreta esperanza de un rescate que no planea llegar, y en el instante mismo en que los monstruos comienzan a devorarlo, aprieta el gatillo una, dos, tres y cuatro veces, hasta que la quemazón, la oscuridad y sobre todo ellos desaparecen para siempre de su existencia.
A partir de entonces el tiempo transcurre de otra manera, no está muy claro si el tiempo avanza o se congela o si los segundos duran una fracción de la eternidad. El instinto lo lleva a una habitación desconocida, en donde un hombre mira fijamente el techo en medio de la oscuridad. Naturalmente, también hay muchos otros allí dentro, ocultos entre las sombras. Todos esperan.
El hombre entonces, como si hubiera percibido la señal, empieza a respirar cada vez más rápido. Los segundos pasan y un arma aparece, brillando como si tuviera luz propia. La habitación está absolutamente abarrotada. Daniel salta por impulso justo cuando se oye el disparo, pero los demás llegan antes, obligándolo a empujar, a gritar. Grita mucho más fuerte cuando al fin llega. Cuando reconoce su rostro debajo de la sangre, cuando observa el arma y los monstruos reaparecen triunfantes a su alrededor, listos para reclamar el trofeo y alimentarse al fin.