sábado, 15 de junio de 2013

Exposición

Como siempre le gustó ser el que sacaba fotos en los cumpleaños, parecía natural que tarde o temprano rescatara la cámara que hace años había sido abandonada por su hijo en la bodega y empezara a usarla. Partió con tímidas capturas experimentales de las flores del jardín, pero su avidez de graffitis y perros callejeros lo forzó a ir mucho más lejos, y antes de darse cuenta ya tenía por costumbre llevar la cámara bajo el abrigo sin importar la razón que lo arrastrara fuera de casa.
La verdad es que se le daba bien; cuando las personas conseguían arrancarle la cámara de las manos y hurgar en la memoria, comentaban con un dejo de asombro que tenía buen instinto, lo que quizás era cierto considerando que disparar para él era más bien un impulso oscuro, un tirón en el vientre que lo obligaba a presionar el botón plateado antes de alcanzar a enterarse de adónde apuntaba el objetivo.
De ese modo acumuló fotografías de todo lo que pudiera merecer algún interés: lo cotidiano, lo triste, lo bello, lo invisible, lo asqueroso y lo perfecto. Con el tiempo, fue comprendiendo que no se trataba solo de una cuestión meramente cromática; era posible también retratar el olor a orina de las calles sucias, el calor falso del sol en otoño, la tristeza de la mujer solitaria que siempre lloraba acurrucada en una esquina de Curiñanca. O se podía, al menos, intentarlo.
Jamás revisaba lo que iba guardando en la memoria. No dudaba. No fotografiaba dos veces seguidas. No usaba la opción "borrar". Tampoco espiaba el montón que le entregaban en la tienda de impresión, ni se fijaba en lo que iba pegando en el gran muro de la sala de estar. Era un ritual breve, cargado de movimientos automáticos, que no le dejaba tiempo para detenerse en lo que iba llenando el espacio poco a poco en forma de rectángulos de 10 x 15 centímetros.
Solo al final se permitía usar el sillón vacío en el centro de la habitación y, sobre todo, ver. A su lado, en el sillón de la derecha, estaba Elena, inmóvil desde hace un año y siete meses. No le hablaba. No lo miraba. Apenas pestañeaba. Decían que no quedaba mucho tiempo. Pero él sabía que seguía ahí.
Así que, al final de todo, se sentaba junto a ella y por primera vez veía (veían) el mundo.