miércoles, 18 de enero de 2012

Fuga

Gabriel trotaba. Todos los días, en algún momento entre las seis y las ocho de la tarde, siempre siguiendo el sendero de tierra del parque que estaba cerca de su casa. Cuando llovía, o el frío era demasiado intenso, se contentaba con la trotadora que tenía en el balcón, pero eso le dejaba una sensación de insuficiencia que lo ponía algo cabizbajo. Nunca dejaba de trotar. Ni cuando estaba enfermo, ni para año nuevo, ni para fiestas patrias, ni en los días malos. No dejaba de trotar ni siquiera los domingos.
Es que para Gabriel nunca era suficiente. No le interesaban las competencias, y sentía un moderado desprecio por aquellos que pregonaban una y otra vez la vida sana. No le importaban en absoluto sus pulmones ni la hipertensión, apenas recordaba que esas cosas existían. Solo necesitaba salir corriendo de las mañanas, de las tardes en la oficina, de sus noches solitarias, de los vecinos, de las micros, de sus zapatos negros.
Aquella tarde transcurrió igual a todas las demás. A las seis dejó lo que estaba haciendo, se puso la ropa deportiva, las zapatillas blancas y llenó la botella de agua. Cerró la puerta con llave. Cuando dejó el edificio, tiró las llaves a la basura.
En la mañana había visto por fin Forrest Gump. Ahora sabía perfectamente lo que debía hacer.

Lejos

A veces todavía iba a esperarla.
Llegaba por casualidad, justo cuando ya creía que el asunto estaba olvidado y bajaba la guardia. Entonces era la sorpresa, una suave bofetada antes de aceptarlo con un encogimiento de hombros y sentarse en la misma banca de cada vez, tarareando alguna canción, fumando un cigarrillo o sacando el diario de la mañana para hacer el crucigrama.
Por supuesto, ella nunca llegaba. Pero él no podía dejar de sentir que un día sí, que allí o en otra calle de adoquines se encontrarían y habría algo como una explosión de dulces de colores y fuegos artificiales, y tal vez hasta coincidiera con el atardecer o una llovizna inesperada.
Lo que hacía que le dieran ganas de llorar era saber perfectamente que ella no lo miraría, que quizás sus ojos barrieran distraídamente el espacio pero nunca viéndolo, y él se quedaría ahí de pie, muy callado y diciéndose que a la próxima, la próxima vez sí que le iba a preguntar el nombre.

sábado, 14 de enero de 2012

Miramos con resignación el pequeño cactus que se encuentra sobre la mesa. Trato de ignorar que está indebidamente inclinado hacia la derecha y que ha adquirido un tono mortecino, pero es imposible.
-Nada sobrevive en esta casa -dice mi hermana, muy seria.
Yo me quedo en silencio. Me gustaría contradecirla, exigirle pruebas, pero sé que tiene razón.
Al final, sin palabras, tomamos el macetero, y lo dejamos en un rincón bien oculto para que nadie más se dé cuenta. Quizás también a nosotras se nos olvide.

viernes, 13 de enero de 2012

Salió de su casa temprano. Cuando llegó a la esquina, compró en un kiosco cigarros y chocolate. En el metro se compró un café latte y se lo tomó muy lento, mirando distraídamente a la gente apurada de las ocho de la mañana. Llegó al andén sin ganas. Suspirando, pensó que iba a ser un día muy largo.

miércoles, 11 de enero de 2012

Desfase

La contempló en silencio. No sabía bien cómo explicarlo. Para él, ella era algo que no cuajaba, algo que siempre caía justo al lado del lugar correcto. Era la cercanía, pero también la distancia; una incipiente esperanza que acababa pegada en el parabrisas en forma de decepción. Con algo de sobresalto, pensó que estaba casi rozando el hastío.
Ajena a sus pensamientos, ella esbozó una sonrisa infantil y le tendió una mano, que él sujetó antes de siquiera darse cuenta. Se maldijo mentalmente, pero ya disculpándose, mientras proponía comprar algo de pizza y quizás arrendar una película.

jueves, 5 de enero de 2012

Cuando los días se ponen amarillos, Margarita salta de la cama y le regala al reflejo del espejo una sonrisa blanca y brillante. Se ducha cantando algo de Fito Páez y hace los mejores panqueques de su vida, que se come de inmediato sin guardarle a nadie, porque odia cocinar para otros.
Esos días Margarita trabaja un poco en su novela, pero lo hace sin angustia y como desde afuera, sin acordarse del editor ni de la falta de dinero. Después se va a tomar un café o un helado con Pablo, su novio de hace años, a menos que ya haya hecho planes con Marta, de la que por supuesto Pablo no sabe nada.
Los días amarillos convergen casi siempre en inagotables vasos de vino y algo muy parecido a la felicidad, hasta que el día se acaba y Margarita se mete a la cama con los ojos cerrados y las pantys puestas.
A mitad de la noche despierta con el corazón latiéndole muy rápido, y quizás por eso las cosas se le caen en la cara, porque a esas horas logra ver muy claro que no tiene idea de cómo terminar la novela, no tiene dinero, su editor está furioso, odia a Pablo, Marta la aburre y ni siquiera se ha cepillado los dientes.