Bruno pasaba mucho tiempo solo. Todos los días lo veía desde mi ventana, paseando una y otra vez por la casa, como si creyera que por ir a otra habitación o sentarse en un sillón diferente se iba a sentir un poco menos solo.
Yo lo quería mucho a Bruno, pero él apenas se daba cuenta de mi existencia. Me hablaba, sí, me hablaba por tardes enteras con su voz grave y pausada, pero en el fondo no era más que un recipiente de palabras para él. Hablaba de sus comidas en silencio, de su casa que ya nadie limpiaba, de sus días leyendo o viendo películas o haciendo cualquier cosa que pudiera engañarlo del vacío, ese espacio blanco que poco a poco había ido ganándole los ojos.
Lo más importante en Bruno eran sus ganas de algo que lo sacudiera todo a su alrededor. Le encantaba imaginar catástrofes: una erupción volcánica, un incendio, terremotos, un derrumbe, diluvios. Aceptaba en su lista cualquier opción que causara el suficiente caos; podía estar horas y horas evaluando posibles escenarios. Lo que él quería en realidad era que el mundo se diera vuelta, que un día la gente despertara desconcertada en el mundo al revés, y no ser el único que cada día tenía que caminar por el techo.
Todos esos desastres ocurrieron eventualmente, pero Bruno no alcanzó a estar aquí para verlos, y no sé si realmente causaron el efecto que él esperaba. A veces sospecho que ni la más grande de las explosiones ha logrado cambiar algo de verdad.
El único verdadero cataclismo aquí fue la muerte de Bruno. Se colgó del techo una mañana, cuando yo estaba en el colegio, sin dejar ninguna señal, ni siquiera una nota, y creo que fui la única que entendió. Todo cambió ese día. Como si de pronto, el pueblo que llevaba tanto tiempo dormido hubiera despertado de un solo golpe, y estuviera desesperado por respirar hondo. Ahora había personas habitando la casa de Bruno, apartando ese vacío que lo había atormentado, y algo nuevo en las caras que me topaba por la calle camino al colegio o a comprar el pan. La gente se hablaba como si nunca lo hubiese hecho antes, se miraban como si fuera la primera vez. Una fiesta sin música se apoderó de las calles, de cada uno de los habitantes de este pueblo. Sospecho que nunca estuvieron más vivos que durante esos días. Y es que, después de la muerte de Bruno, el mundo se había dado vuelta por fin.
Hace un tiempo ya que todo eso acabó. Con el pasar de las semanas se fueron apagando, las palabras se gastaron y las pantallas fluorescentes pudieron más. Pero yo no dejo de pensar en Bruno, no dejo de preguntarme quién será el próximo que se sacrifique para regalarnos la esperanza de tener otro pedacito de vida de verdad.
Yo lo quería mucho a Bruno, pero él apenas se daba cuenta de mi existencia. Me hablaba, sí, me hablaba por tardes enteras con su voz grave y pausada, pero en el fondo no era más que un recipiente de palabras para él. Hablaba de sus comidas en silencio, de su casa que ya nadie limpiaba, de sus días leyendo o viendo películas o haciendo cualquier cosa que pudiera engañarlo del vacío, ese espacio blanco que poco a poco había ido ganándole los ojos.
Lo más importante en Bruno eran sus ganas de algo que lo sacudiera todo a su alrededor. Le encantaba imaginar catástrofes: una erupción volcánica, un incendio, terremotos, un derrumbe, diluvios. Aceptaba en su lista cualquier opción que causara el suficiente caos; podía estar horas y horas evaluando posibles escenarios. Lo que él quería en realidad era que el mundo se diera vuelta, que un día la gente despertara desconcertada en el mundo al revés, y no ser el único que cada día tenía que caminar por el techo.
Todos esos desastres ocurrieron eventualmente, pero Bruno no alcanzó a estar aquí para verlos, y no sé si realmente causaron el efecto que él esperaba. A veces sospecho que ni la más grande de las explosiones ha logrado cambiar algo de verdad.
El único verdadero cataclismo aquí fue la muerte de Bruno. Se colgó del techo una mañana, cuando yo estaba en el colegio, sin dejar ninguna señal, ni siquiera una nota, y creo que fui la única que entendió. Todo cambió ese día. Como si de pronto, el pueblo que llevaba tanto tiempo dormido hubiera despertado de un solo golpe, y estuviera desesperado por respirar hondo. Ahora había personas habitando la casa de Bruno, apartando ese vacío que lo había atormentado, y algo nuevo en las caras que me topaba por la calle camino al colegio o a comprar el pan. La gente se hablaba como si nunca lo hubiese hecho antes, se miraban como si fuera la primera vez. Una fiesta sin música se apoderó de las calles, de cada uno de los habitantes de este pueblo. Sospecho que nunca estuvieron más vivos que durante esos días. Y es que, después de la muerte de Bruno, el mundo se había dado vuelta por fin.
Hace un tiempo ya que todo eso acabó. Con el pasar de las semanas se fueron apagando, las palabras se gastaron y las pantallas fluorescentes pudieron más. Pero yo no dejo de pensar en Bruno, no dejo de preguntarme quién será el próximo que se sacrifique para regalarnos la esperanza de tener otro pedacito de vida de verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario