lunes, 28 de mayo de 2012

Mentira

-Te voy a extrañar, Roberto.
Él tiró el cigarro al suelo, lo pisó sin convicción, y le dio un beso rápido en los labios. No cerró los ojos.
-Yo también.

sábado, 26 de mayo de 2012

Pucha

-Te quiero -le dijo por fin, después de años de silencio. Se lo dijo allí, desnuda en la cama, con un aleteo de golondrina en el pecho y algo como la felicidad brillándole en la piel. Pronunció esas palabras porque eran las únicas que lo resumían todo, porque decir París, golondrina o lluvia no hubiera resultado comprensible, pese a que en el fondo se trataba de eso, te quiero y golondrina.
-Pucha -dijo él, tensándose entre sus brazos-. Pucha, el trabajo de mañana, lo había olvidado. Pucha -repitió absurdamente, ya vestido, recogiendo sus cosas desperdigadas por el suelo a toda velocidad y contando unas monedas-. Te dejo lo del taxi.
Cerró la puerta muy fuerte, sin mirarla ni darle un beso, dejándola ahí con la golondrina muerta, desnuda en la cama, con el eco del portazo en los oídos y mil pesos encima de la mesa. 

Lo de siempre

Y mientras veía la lluvia caer, amarrado como tantos días a la ventana, pensó en ella con algo de remordimiento. Trató inútilmente de hundirse en su chaleco favorito y el pan con mantequilla, sepultarla bajo el recuerdo de dos libros nuevos que lo llamaban desde el escritorio, el partido del sábado o la inminente entrega del proyecto. Pero nada de eso funcionó, y comenzó a desesperarse porque tenía un grito enterrado en el pecho, porque hacía frío y llovía y pensaba en ella, porque no había electricidad y no podía ni prepararse un té, porque el único que se ahogaba allí era él, porque la injusticia del mundo y la mala distribución de la riqueza, y todo convirtiéndose en un solo grito que no le salía del pecho, acumulándose en ese rincón sin salida, y además el gobierno, explícame; así que se acercó un poco más a la ventana para ver mejor la lluvia, a ver si podía tocarla, y ella, ella, y la gente en la calle a la que nada le importaba, míralos, acercarse un poco más y estirarse para alcanzarlos también a ellos, y entonces todo está mal, explícame por qué, Dios, por la mierda, explícame por qué, por qué ella, por qué por qué y entonces darse impulso como siempre supo que lo haría y por fin el grito, grande, muy grande y desde el pecho, uno solo, la única pregunta, y el cemento de golpe como una respuesta.

Madre


-Ojalá nunca lo hubieras intentado- pronunció con sequedad, de pie junto a la puerta, ya vestida y muy erguida, a pesar de la mochila enorme hiriéndole la espalda. 
La mujer la miró largamente, muy pálida, sin parpadear. Luego volteó y se dedicó a lavar y secar platos, uno por uno, con movimientos demasiado medidos, por diez minutos enteros. Buscó algo en el bolsillo del pantalón, y le tendió cinco billetes en un gesto que significaba tan poco como el beso de buenas noches que le había dado cada noche antes de dormir durante veinte años.
-Ojalá. 

Tercer lugar

Al principio eran simplemente ganas de conocerla. Así que me fui inventando metas, pequeños escalones o pasos hacia algo, anda tú a saber qué. Primero momentos, conversaciones, que me contara alguna cosa, y poco a poco ir sabiendo minucias sobre su vida, detalles más o menos insignificantes que para mí constituían siempre una victoria, mientras íbamos instaurando una especie de convergencia que aún ahora no deja de sorprenderme, una pequeña rutina, infidencias, risas.
Me parece que puedo considerar entre mis logros el ser un poco parte de su vida, algo más que una cara invisible a la que se saluda alegremente algunos días en algunos pasillos y después se olvida. Creo que fui un poco más que eso, que incluso notó mi ausencia un par de veces los martes y alguna palabra al aire la hizo pensar en mí. 
El problema quizás estuvo en que caí en mi propio juego, que en medio de todo eso se sumaron a las ganas de conocerla la esperanza de otras cosas, tomarle una mano o un brazo, tocarla de alguna manera aunque nunca fuera con las manos, esperanza de bancas, parques y cines y largas conversaciones en días de otoño que no sucedieron jamás.
Y es ahí en donde fracasé, cuando los escalones se acabaron y no hubo nada más, ninguna nueva meta que inventar, porque no me estaba permitido llegar más arriba. Ella no se enamoró de mí. Esa es la verdad, simplemente ella no se enamoró de mí. Y a pesar de eso me siento como si hubiera ganado algo, una cosa que no comprendo pero que llevo aquí en el pecho, tal vez una medalla en reconocimiento de algo que no existe o un bonito premio de consuelo.

Superstición

Quizás el error fue elegir el vestido naranjo, piensa mientras hunde el zapato en una poza de agua por tercera vez aquella mañana, y la lluvia salpica la versión oficial del informe que había acabado a duras penas hace tres horas exactas. En el trabajo, la jefa le grita un poco y un torpe compañero derrama café en su libro favorito. El torpe compañero, lleno de culpa, intenta ayudarla y consigue además tirar el arroz con leche -gran tesoro del día- al suelo.
Se crispa un poco cuando descubre que ha dejado la billetera en casa, pero el torpe compañero, solícito, ofrece invitarla a almorzar, a lo que ella acepta con desconfianza, porque uno no puede fiarse de alguien que anda por ahí tirando el arroz con leche de otros, y ese día todo está a punto de salir mal. No se sorprende particularmente cuando tira la sal al mover el brazo derecho ni cuando le traen el plato equivocado por segunda vez, pero sí un poco cuando descubre que el compañero se llama Javier, ha llegado hace un mes a la ciudad después de un tiempo recorriendo el mundo, adora el queso derretido y no soporta el olor a vainilla. La sorpresa es aún mayor cuando descubren que viven muy cerca, y antes de meditarlo ya han pedido un café latte cada uno y se acomodan un poco mejor en sus sillas.
La tarde avanza y la jefa le grita con ímpetu renovado; el sistema colapsa y reciben decenas de llamadas de clientes furiosos, pero al menos está ahí Javier, aún torpe mientras le explica la situación a una señora que no deja de gritar al teléfono, y derrama más café por el nerviosismo y quizás porque acaba de sonreírle, se ensucia el pantalón y la situación resulta ser más bien cómica. 
El día acaba y toda la ciudad parece estar allí en el metro. Reciben empujones, los trenes se marchan dejándolos en el andén, la hora avanza, putean un par de veces, miran el reloj, y por fin logran subirse, todo eso en plural y rosándose las manos como sin querer. Al despedirse, Javier comenta como de pasada lo bonita que se ve con ese vestido naranjo, y que tal vez sería una buena idea salir a tomar algo el viernes después del trabajo o el sábado. Es así como descubre que ha dejado la agenda en la oficina, y él el celular, pero apenas importa porque de cualquier modo se verán al día siguiente. 
Contenta por el inesperado giro de los acontecimientos, ya nada parecidos a los previstos al escoger el vestido naranjo por la mañana, camina liviana y sin temor hacia su hogar. Al vislumbrar al gato negro frente a ella, simplemente ríe y lo acaricia. Incluso constata que tiene suficiente espacio para él dentro de casa, y cuando nota que sus llaves no están dentro de su cartera, se encoge de hombros y se alegra de que Javier le haya explicado tan bien cómo llegar a su departamento desde allí. Porque seguro que a él también le gustan los gatos negros y ahora estará sentado solo junto al conserje, un poco triste y avergonzado mientras espera la llegada del cerrajero que, claro está, no piensa apresurarse por nada del mundo.