jueves, 5 de enero de 2012

Cuando los días se ponen amarillos, Margarita salta de la cama y le regala al reflejo del espejo una sonrisa blanca y brillante. Se ducha cantando algo de Fito Páez y hace los mejores panqueques de su vida, que se come de inmediato sin guardarle a nadie, porque odia cocinar para otros.
Esos días Margarita trabaja un poco en su novela, pero lo hace sin angustia y como desde afuera, sin acordarse del editor ni de la falta de dinero. Después se va a tomar un café o un helado con Pablo, su novio de hace años, a menos que ya haya hecho planes con Marta, de la que por supuesto Pablo no sabe nada.
Los días amarillos convergen casi siempre en inagotables vasos de vino y algo muy parecido a la felicidad, hasta que el día se acaba y Margarita se mete a la cama con los ojos cerrados y las pantys puestas.
A mitad de la noche despierta con el corazón latiéndole muy rápido, y quizás por eso las cosas se le caen en la cara, porque a esas horas logra ver muy claro que no tiene idea de cómo terminar la novela, no tiene dinero, su editor está furioso, odia a Pablo, Marta la aburre y ni siquiera se ha cepillado los dientes.

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