martes, 18 de diciembre de 2012

Ritual

Sus caminos se cruzaban todas las mañanas a las 8.10, justo al lado del carrito de completos. Se sonreían de lejos, tratando de disimular las ojeras y el frío que les golpeaba las mejillas, y se daban un abrazo que siempre duraba cuatro misisipis. Cada uno cerraba los ojos y respiraba muy hondo.
Entonces se separaban, se deseaban un muy buen día, y seguía cada uno por su camino a clases.
Arrancó la hoja una vez más. La dobló y la rompió enérgicamente en cuatro partes. Volvió a poner otra en la máquina de escribir. Intentó comenzar la frase de otra manera.
Fue inútil.
"Te quiero", tecleó al final, antes de rendirse. 
A veces María Gracia alzaba la cabeza y silbaba. Era una melodía suave, que se repetía tres veces y se alargaba en la última nota. Entonces, si se acercaba lo suficiente a la pared, escuchaba otro silbido a modo de respuesta -el resto de la pieza musical-, muy bajito. El sonido le llegaba cada vez desde un lugar distinto, un poco más a la izquierda o a la derecha, más lejos o más cerca, pero en cualquier caso siempre desde el otro lado.
Ese momento significaba muchas cosas para María Gracia. Era el instante de la nostalgia y la añoranza, pero también significaba que el mundo aún existía allá afuera, que había que resistir a pesar de los años y el olvido. Entonces se decía que solo debía salvarse, que cuando él bajara los peldaños polvorientos y viniera a verla con su sonrisa falsa, simplemente tenía que obedecer, cerrar los ojos y asentir. No podía gritar. Tenía que morderse la lengua para no gritar si era necesario; clavarse las uñas en los brazos o en las palmas de las manos, pero como fuera, aunque le doliera en cada centímetro del cuerpo, las lágrimas se le escaparan, y la sangre cayera, esta vez no podía gritar.

Quiero dejar muy claro -dijo, sin mirarlo-, que no estoy aquí por la certeza o porque tu mensaje me haya llegado a tiempo. Vine por la forma en que tomaste mi mano. Porque pensé que podía significar algo, y no podía irme sin averiguarlo.