miércoles, 18 de enero de 2012

Lejos

A veces todavía iba a esperarla.
Llegaba por casualidad, justo cuando ya creía que el asunto estaba olvidado y bajaba la guardia. Entonces era la sorpresa, una suave bofetada antes de aceptarlo con un encogimiento de hombros y sentarse en la misma banca de cada vez, tarareando alguna canción, fumando un cigarrillo o sacando el diario de la mañana para hacer el crucigrama.
Por supuesto, ella nunca llegaba. Pero él no podía dejar de sentir que un día sí, que allí o en otra calle de adoquines se encontrarían y habría algo como una explosión de dulces de colores y fuegos artificiales, y tal vez hasta coincidiera con el atardecer o una llovizna inesperada.
Lo que hacía que le dieran ganas de llorar era saber perfectamente que ella no lo miraría, que quizás sus ojos barrieran distraídamente el espacio pero nunca viéndolo, y él se quedaría ahí de pie, muy callado y diciéndose que a la próxima, la próxima vez sí que le iba a preguntar el nombre.

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