martes, 18 de diciembre de 2012

A veces María Gracia alzaba la cabeza y silbaba. Era una melodía suave, que se repetía tres veces y se alargaba en la última nota. Entonces, si se acercaba lo suficiente a la pared, escuchaba otro silbido a modo de respuesta -el resto de la pieza musical-, muy bajito. El sonido le llegaba cada vez desde un lugar distinto, un poco más a la izquierda o a la derecha, más lejos o más cerca, pero en cualquier caso siempre desde el otro lado.
Ese momento significaba muchas cosas para María Gracia. Era el instante de la nostalgia y la añoranza, pero también significaba que el mundo aún existía allá afuera, que había que resistir a pesar de los años y el olvido. Entonces se decía que solo debía salvarse, que cuando él bajara los peldaños polvorientos y viniera a verla con su sonrisa falsa, simplemente tenía que obedecer, cerrar los ojos y asentir. No podía gritar. Tenía que morderse la lengua para no gritar si era necesario; clavarse las uñas en los brazos o en las palmas de las manos, pero como fuera, aunque le doliera en cada centímetro del cuerpo, las lágrimas se le escaparan, y la sangre cayera, esta vez no podía gritar.

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