sábado, 5 de noviembre de 2011

Fe -qué nombre más terrible- se levantaba todas las mañanas a las siete. Se despertaba unos segundos antes de que la alarma sonara, así que se estiraba en la cama, aferrándose a la almohada un poco, y cuando la alarma sonaba, ella saltaba de la cama sin dudar.
Fe siempre estaba llena de fe. Tenía fe cuando salía a trotar al parque cerca de su departamento, cuando tomaba su bicicleta para llegar a la oficina, y cuando sabía que tendría que pasarse todo el día frente al computador, cuadrando finanzas infinitas.
Pero no tenía fe en la paz mundial, o en que la pobreza se acabara, o en que todos fueran felices y se acabara la injusticia. Ella creía en las cosas pequeñas, como sus tulipanes que ya iban a florecer, o su gato Menta, o la luna. Fe vivía de las cosas pequeñas, porque para ella esos regalos de la vida valían más que cualquier cosa.
Y cuando volvía a casa por la noche, y comía lechuga con limón y sal mientras veía una película -a veces también llamaba a su mejor amiga Silvia, o a Julián- sabía que era feliz, que su nombre fatídico no la había convertido en una maldita ironía de la vida, como tantas Dolores o Victorias que a veces veía sollozando en la calle, o aferradas a los asideros de la micro o el metro.

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