Escuchaba la misma canción horas y horas hasta que ya no se daba cuenta, mientras aporreaba el teclado a toda velocidad y sus dedos saltaban de la A a la N, un espacio, a la A a la P a la I, absolutamente frenéticos, ansiosos por dejar salir eso que estaba tan tomado en las falanges y las uñas, eso que apretaba a los carpianos y atravesaba el nervio ulnar y subía, subía, porque venía de mucho más arriba y también de mucho más adentro, tal vez los plexos paravertebrales, o allá debajo del cerebelo. Y las teclas lo sufrían, pero a ellas no les importaba mucho, estaban ya acostumbradas a esos accesos de ira o tristeza que las mantenían trabajando veinticuatro-por-siete, con pequeños intervalos en que él se fumaba un cigarrillo mirando la ciudad desde su balcón, y en ese caso las manos pasaban por el pelo y el sentimiento bajaba hasta el diafragma y a veces se quedaba en los pulmones, en especial en los días de invierno, cuando a todo eso se sumaba una bronquitis interminable que las bufandas largas no podían detener.
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