lunes, 14 de noviembre de 2011

Pedaleó con fuerza en la curva, casi con rabia, e ignoró completamente las puteadas que un conductor le gritó desde la ventanilla de su auto. Las cosas pasaban frente a sus ojos como una sola masa de colores, las flores naranjas y amarillas, las casas pareadas, los jardines perfectos. Sus piernas ardían, pero seguía pedaleando sin darse un descanso, sin disminuir la velocidad. No había nada, nada, salvo el ardor y algo que se parecía a volar.
Todo se precipitó a ese momento, cuando pasó el bus de las seis. Los frenos se hicieron inalcanzables, los segundos avanzaron demasiado rápido. El impacto fue inevitable.

Abrió los ojos en el hospital, a medias entre la realidad y el sueño nebuloso de los sedantes. Tenía seis costillas rotas, una fractura de tibia derecha, múltiples contusiones, una luxación de tobillo. Yeso, kinesiólogo, dolor. Más dolor.
Sintió la mirada de la mujer que estaba sentada al lado de su cama, y se alegró de que el cuello ortopédico fuera una buena excusa para no devolver la mirada, y poder en cambio, enterrarla en el techo. Sintió una punzada en algún lugar entre el corazón y los pulmones, no supo muy bien si eran las costillas rotas o simplemente la culpa.

Era la tercera vez.
Quizás debía decir algo, disculparse, excusarse con alguna incoherencia, pero sus cuerdas vocales estaban paralizadas, y su lengua parecía estar hecha de arena.
Quizás no había nada que decir.

Necesitaba sentir algo para saber que vivía. Necesitaba el dolor para seguir viviendo. Eso era todo.
Y no había ninguna palabra que pudiera cambiar eso, no había excusas, no había disculpas.

Cerró los ojos. El efecto de los analgésicos estaba pasando. Y sonrió.




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