martes, 25 de octubre de 2011

Un crimen perfecto

Esa vez Amanda miró fijamente el reflejo en el espejo, como hacía todas las noches, recorriendo con ojo clínico las marcas que encontraba: unas líneas en la frente, la marca de nacimiento a un costado de la nariz, la cicatriz de una caída cuando era niña, un par de arrugas incipientes. Tomó los polvos blancos y, con suma prolijidad, fue borrando cada huella, cada pista de su identidad, hasta que María quedó olvidada en las paredes de la habitación.
Esa era su pequeña venganza, su atentado diario contra la aburrida mujer de vestidos largos y floreados que nunca se echaba crema en las manos. Y ahora podía inventar a otra, poniendo capas de maquillaje cual pintor que intenta captar la luz del crepúsculo en su bastidor.
Cuando terminó, estaba radiante. Se miró un par de veces más, comprobando la perfección de su trabajo, sabiendo que ahora podía ser Camila o Valentina o Fernanda, pero sobre todo Amanda. Tomó el ajado uniforme que jamás se había puesto, y dejó una nota pegada en el refrigerador, para que Alberto, su marido, supiera que iba a estar haciendo el turno de noche en la farmacia y después no llegara contándole que había visto a alguien igualita igualita a ella, pero al mismo tiempo tan distinta que obviamente tenía que ser otra, porque 'María, tú nunca te pintas, te verías tan bonita', y entonces 'no mi amor, tú sabes que me gusta lo natural' y 'bueno, en todo caso era una mujer de mala muerte', 'querrás decir una puta', conversación que invariablemente terminaba en otra conversación aún más predecible sobre las pésimas notas de Marisol en el colegio o el último desastre de Cristóbal, o la vecina que escuchaba la música tan fuerte, y los niños llorando de fondo.
La verdad es que a veces no era tan malo vivir bajo la piel de María durante el día, y hasta le daba un poco de lástima, porque la ingenua no tenía idea de que Amanda era buenísima en su trabajo, y los clientes pagaban tan bien, que en un par de semanas tendría el dinero para hacerla desaparecer. Pronto, María no sería más que una mala anécdota, y nunca más habría Alberto, ni conversaciones sobre el colegio, ni esas manos sin crema, y mucho menos la pobreza y esos cinco hijos que nunca, nunca paraban de llorar.

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