El tiempo la aplastaba con todo su peso. El tic-tac del reloj colgado en la pared llegaba a sus oídos como si el sonido estuviera saliendo de un parlante. El calendario y sus hojas arrugadas se agitaban con la brisa helada, en un mudo reproche.
El tiempo.
El tiempo pasaba.
Y ella seguía ahí, aferrada a sus propias piernas, la mirada atada al teléfono gris.
Sin respirar, descolgó el auricular y lo acercó a su oído izquierdo, el bueno. Marcó un 6, un 7, un 2... Se mordió el labio inferior, nerviosa. Cortó y volvió a marcar. 6, 7, 2, 4... No, era un 3. Cortó y volvió a marcar, la mano derecha temblando ligeramente. Pero no podía. No podía seguir.
Se le había olvidado.
Tanto tiempo ahí, luchando con su orgullo y su miedo, que había olvidado la única secuencia de números que podía salvarla.
Esta vez todo su cuerpo tembló, y aferrarse a sus piernas no la hizo sentir mejor. Ni un poco. Porque si no podía acordarse, tendría que quedarse allí, atrapada, sola... para siempre.
Y todo por el orgullo.
Por el tiempo.
Y los números.
Así que quemó el calendario. Rompió el reloj en cientos de pedacitos que se quedaron en el suelo helado. Hizo desaparecer el teléfono. Y nunca más tuvo que acordarse; ni del tiempo, ni del recuerdo, ni de ella misma. Nunca más se sintió aplastada.
Hasta se le olvidó cómo era sentir.
El tiempo.
El tiempo pasaba.
Y ella seguía ahí, aferrada a sus propias piernas, la mirada atada al teléfono gris.
Sin respirar, descolgó el auricular y lo acercó a su oído izquierdo, el bueno. Marcó un 6, un 7, un 2... Se mordió el labio inferior, nerviosa. Cortó y volvió a marcar. 6, 7, 2, 4... No, era un 3. Cortó y volvió a marcar, la mano derecha temblando ligeramente. Pero no podía. No podía seguir.
Se le había olvidado.
Tanto tiempo ahí, luchando con su orgullo y su miedo, que había olvidado la única secuencia de números que podía salvarla.
Esta vez todo su cuerpo tembló, y aferrarse a sus piernas no la hizo sentir mejor. Ni un poco. Porque si no podía acordarse, tendría que quedarse allí, atrapada, sola... para siempre.
Y todo por el orgullo.
Por el tiempo.
Y los números.
Así que quemó el calendario. Rompió el reloj en cientos de pedacitos que se quedaron en el suelo helado. Hizo desaparecer el teléfono. Y nunca más tuvo que acordarse; ni del tiempo, ni del recuerdo, ni de ella misma. Nunca más se sintió aplastada.
Hasta se le olvidó cómo era sentir.
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