lunes, 2 de septiembre de 2013

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Estaba su forma de inclinar el pie al salir de la cama por las mañanas, los pensamientos inconexos en los que se hundía mientras vertía el cereal sobre la leche fría, los partidos de fútbol que transmitían en la televisión los martes a las nueve, que desde niño había seguido religiosamente. La suya era una vida apacible, que transcurría por los días sin ningún sobresalto, como una tibia reiteración de una satisfacción ya casi borrosa.
Quizás se podría haber acusado una vaga sensación de vacío o soledad, una punzada extraña algunas tardes en que paseaba por el parque y desde lejos le parecía que los niños y adultos que proliferaban a su alrededor vivían en una absoluta comunión. Sin embargo, estaba claro que no era capaz de otra forma de vivir, y con cada paso que daba, la punzada se iba diluyendo en la tranquila alegría de residir en aquel lugar en donde siempre olía a tierra húmeda.
En suma era feliz, o al menos eso le parecía hasta el momento exacto en que le obligaban a levantar la vista y alejarse del brillo artificial de la pantalla, y debía arrastrarse hasta la bandeja que una persona sin rostro había dejado a través de una rendija. Entonces -pero la tortura en realidad duraba muy poco- se echaba a la boca la comida fría y rancia, haciendo lo posible por no respirar el aire denso que olía a encierro y podredumbre, y no mirar las cuatro paredes desnudas que solía ignorar veintitrés horas al día.
Después de eso, era solo cuestión de volver a acomodarse en su rincón y asegurar la conexión a la energía eléctrica -el único lujo posible- para retomar su trabajo en el jardín exactamente donde lo había dejado.

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