domingo, 1 de septiembre de 2013

Bombas

Lo oyó moverse a su lado, pero no abrió los ojos. Podía recitar de memoria la sucesión de movimientos a continuación; la forma en que se estiraría aún somnoliento, los siete minutos que tardaría en decidir qué ropa llevar, la curva de su espalda cuando se ponía los calcetines. Pero esta vez algo se quebró, porque abruptamente percibió una respiración junto a su oído izquierdo.
Abrió los ojos, para encontrarse otros justo frente a los suyos. Eran los ojos en los que se había mirado cada día durante los últimos veinte años. 
Por supuesto. 
Él se había dado cuenta. 
Entonces, sin que se acabara de comprenderlo, o quizás por haber comprendido hace demasiado tiempo, la rabia que creía nunca haber sentido la embargó, la inflamó y la quemó hasta que se volvió imposible contenerla o resistir un segundo más. Así que solo quedó hablar, pronunciar muy lento y muy claro la larga retahíla de los insultos que cuando niña le prohibieron decir, enunciarlos sin la menor pausa, escupirle las palabras en la cara cada vez más fuerte, empujarlo, enrostrarle cada momento de humillación, tirar los vasos al suelo, recurrir a expresiones que nunca había usado en su vida, y al final, cuando un cansancio sin lágrimas empezaba a vencerla, decir sin parpadear cuánto le alegraba que ninguno de sus hijos compartiera una sola gota de su asquerosa sangre.

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