martes, 6 de diciembre de 2011

Lo recordaba perfectamente. Tenía cinco años. Ese día se celebraba Navidad, su fecha favorita en el mundo. Cada año, cuando daban las doce, ella tenía permiso para rasgar los papeles coloridos y atesorar entre sus brazos los numerosos regalos que recibía, en un éxtasis de felicidad. Su madre solía preparar una cena especial, y su padre tomaba la guitarra y cantaba hasta que se dormía acurrucada en el sillón. A veces también estaba el abuelo, o algunos tíos, pero los que realmente le importaban a Marissa eran sus padres.
A su corta edad, ya sospechaba que la verdadera clave de aquel día no era el montoncito que gritaba su nombre bajo el árbol adornado, si no algo mucho más simple y esencial, algo que tenía que ver con las miradas cariñosas y la voz grave que la hacía dormir.

Ese día, habían salido temprano. Le tenían una sorpresa, dijeron. Una muy especial. Ella solo tenía que tener paciencia, no tardarían demasiado.
Con ansiedad, se alisó el vestido y se sentó en el columpio del jardín, mirando hacia la calle.
Esperó, columpiándose suavemente. Pasaron los minutos, las horas, y el sol se escondió. Desde las casas vecinas ya se oían las conversaciones y risas típicas de las familias reunidas. Pasaron más horas. No quiso entrar a su casa ni siquiera cuando dieron las doce. Pasaron días, semanas, meses, años... Los padres de Marissa nunca llegaron.
Ella los esperó todo ese tiempo. Lo recordaba perfectamente, porque incluso ahora, cuando caminaba por la calle fría, pensaba que tal vez, algún día...

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