Escuchaba la misma canción horas y horas hasta que ya no se daba cuenta, mientras aporreaba el teclado a toda velocidad y sus dedos saltaban de la A a la N, un espacio, a la A a la P a la I, absolutamente frenéticos, ansiosos por dejar salir eso que estaba tan tomado en las falanges y las uñas, eso que apretaba a los carpianos y atravesaba el nervio ulnar y subía, subía, porque venía de mucho más arriba y también de mucho más adentro, tal vez los plexos paravertebrales, o allá debajo del cerebelo. Y las teclas lo sufrían, pero a ellas no les importaba mucho, estaban ya acostumbradas a esos accesos de ira o tristeza que las mantenían trabajando veinticuatro-por-siete, con pequeños intervalos en que él se fumaba un cigarrillo mirando la ciudad desde su balcón, y en ese caso las manos pasaban por el pelo y el sentimiento bajaba hasta el diafragma y a veces se quedaba en los pulmones, en especial en los días de invierno, cuando a todo eso se sumaba una bronquitis interminable que las bufandas largas no podían detener.
jueves, 27 de octubre de 2011
miércoles, 26 de octubre de 2011
"Quizás después de todo no seamos irrompibles".
La frase no era suya, pero en aquel minuto expresaba algo que ella ya había pensado cientos de veces, mientras se daba vueltas en su cama durante las noches de insomnio. Y es que no. No eran irrompibles.
Se acordó de esas muñecas de papel que alguien le hizo una vez, todas tomadas de la mano, y que terminaron plegadas y perdidas para siempre en algún cuaderno demasiado antiguo; de esa flor de vidrio que le regalaron para su cumpleaños y se quebró durante el terremoto; de la loza de la cocina que se desprendió de la pared y permaneció intacta en el suelo; de las cortinas que de la nada aparecieron rasgadas una mañana. Las cosas que ella imaginaba inquebrantables se habían trizado y acabado en pedazos, y esas que parecían tener los días contados habían, inesperadamente, perdurado. Así que...
Trató de concentrarse, pero su mirada se perdió por la ventana, sin encontrar ninguna solución para su caos mental.
En el fondo, sabía lo que tenía que hacer. Lo sabía hace horas, hace días, hace meses, pero era una cobarde y tenía miedo del futuro. Quizás, solo quizás, era tiempo de aprender a vivir y empezar a ser valiente.
Porque ellas no eran irrompibles, nunca lo habían sido, y ni el vértigo ni esa molestia en el pecho podían engañarla para que se convenciera de lo contrario. Tenía que... dar un paso atrás. Tenía que...
Y eso era lo peor de todo. Que, tarde o temprano, tenía que hacerlo.
La frase no era suya, pero en aquel minuto expresaba algo que ella ya había pensado cientos de veces, mientras se daba vueltas en su cama durante las noches de insomnio. Y es que no. No eran irrompibles.
Se acordó de esas muñecas de papel que alguien le hizo una vez, todas tomadas de la mano, y que terminaron plegadas y perdidas para siempre en algún cuaderno demasiado antiguo; de esa flor de vidrio que le regalaron para su cumpleaños y se quebró durante el terremoto; de la loza de la cocina que se desprendió de la pared y permaneció intacta en el suelo; de las cortinas que de la nada aparecieron rasgadas una mañana. Las cosas que ella imaginaba inquebrantables se habían trizado y acabado en pedazos, y esas que parecían tener los días contados habían, inesperadamente, perdurado. Así que...
Trató de concentrarse, pero su mirada se perdió por la ventana, sin encontrar ninguna solución para su caos mental.
En el fondo, sabía lo que tenía que hacer. Lo sabía hace horas, hace días, hace meses, pero era una cobarde y tenía miedo del futuro. Quizás, solo quizás, era tiempo de aprender a vivir y empezar a ser valiente.
Porque ellas no eran irrompibles, nunca lo habían sido, y ni el vértigo ni esa molestia en el pecho podían engañarla para que se convenciera de lo contrario. Tenía que... dar un paso atrás. Tenía que...
Y eso era lo peor de todo. Que, tarde o temprano, tenía que hacerlo.
martes, 25 de octubre de 2011
Un crimen perfecto
Esa vez Amanda miró fijamente el reflejo en el espejo, como hacía todas las noches, recorriendo con ojo clínico las marcas que encontraba: unas líneas en la frente, la marca de nacimiento a un costado de la nariz, la cicatriz de una caída cuando era niña, un par de arrugas incipientes. Tomó los polvos blancos y, con suma prolijidad, fue borrando cada huella, cada pista de su identidad, hasta que María quedó olvidada en las paredes de la habitación.
Esa era su pequeña venganza, su atentado diario contra la aburrida mujer de vestidos largos y floreados que nunca se echaba crema en las manos. Y ahora podía inventar a otra, poniendo capas de maquillaje cual pintor que intenta captar la luz del crepúsculo en su bastidor.
Cuando terminó, estaba radiante. Se miró un par de veces más, comprobando la perfección de su trabajo, sabiendo que ahora podía ser Camila o Valentina o Fernanda, pero sobre todo Amanda. Tomó el ajado uniforme que jamás se había puesto, y dejó una nota pegada en el refrigerador, para que Alberto, su marido, supiera que iba a estar haciendo el turno de noche en la farmacia y después no llegara contándole que había visto a alguien igualita igualita a ella, pero al mismo tiempo tan distinta que obviamente tenía que ser otra, porque 'María, tú nunca te pintas, te verías tan bonita', y entonces 'no mi amor, tú sabes que me gusta lo natural' y 'bueno, en todo caso era una mujer de mala muerte', 'querrás decir una puta', conversación que invariablemente terminaba en otra conversación aún más predecible sobre las pésimas notas de Marisol en el colegio o el último desastre de Cristóbal, o la vecina que escuchaba la música tan fuerte, y los niños llorando de fondo.
La verdad es que a veces no era tan malo vivir bajo la piel de María durante el día, y hasta le daba un poco de lástima, porque la ingenua no tenía idea de que Amanda era buenísima en su trabajo, y los clientes pagaban tan bien, que en un par de semanas tendría el dinero para hacerla desaparecer. Pronto, María no sería más que una mala anécdota, y nunca más habría Alberto, ni conversaciones sobre el colegio, ni esas manos sin crema, y mucho menos la pobreza y esos cinco hijos que nunca, nunca paraban de llorar.
Esa era su pequeña venganza, su atentado diario contra la aburrida mujer de vestidos largos y floreados que nunca se echaba crema en las manos. Y ahora podía inventar a otra, poniendo capas de maquillaje cual pintor que intenta captar la luz del crepúsculo en su bastidor.
Cuando terminó, estaba radiante. Se miró un par de veces más, comprobando la perfección de su trabajo, sabiendo que ahora podía ser Camila o Valentina o Fernanda, pero sobre todo Amanda. Tomó el ajado uniforme que jamás se había puesto, y dejó una nota pegada en el refrigerador, para que Alberto, su marido, supiera que iba a estar haciendo el turno de noche en la farmacia y después no llegara contándole que había visto a alguien igualita igualita a ella, pero al mismo tiempo tan distinta que obviamente tenía que ser otra, porque 'María, tú nunca te pintas, te verías tan bonita', y entonces 'no mi amor, tú sabes que me gusta lo natural' y 'bueno, en todo caso era una mujer de mala muerte', 'querrás decir una puta', conversación que invariablemente terminaba en otra conversación aún más predecible sobre las pésimas notas de Marisol en el colegio o el último desastre de Cristóbal, o la vecina que escuchaba la música tan fuerte, y los niños llorando de fondo.
La verdad es que a veces no era tan malo vivir bajo la piel de María durante el día, y hasta le daba un poco de lástima, porque la ingenua no tenía idea de que Amanda era buenísima en su trabajo, y los clientes pagaban tan bien, que en un par de semanas tendría el dinero para hacerla desaparecer. Pronto, María no sería más que una mala anécdota, y nunca más habría Alberto, ni conversaciones sobre el colegio, ni esas manos sin crema, y mucho menos la pobreza y esos cinco hijos que nunca, nunca paraban de llorar.
Puedes escribir y escribir, acumular montones de letras sobre todo lo imaginable: arcoiris, nubes, charcos de agua, enchufes, refrigeradores. Puedes ser como un cuento de Borges, y escribir un libro de cientos de volúmenes sobre cada cosa del universo.
Pero se puede escribir el Aleph? Se puede realmente alcanzar esa cosa que está pegada ahí (ahí en las paredes, ahí en las ventanas), y que Bruno jamás pudo entender? Se puede rasguñar el espejo con palabras?
Yo no sé, apenas voy por la orilla, mirando con un poco de miedo las olas a la distancia. Pero puede ser que la vida sea finalmente innombrable, que las palabras, no importa lo bonitas que suenen, no puedan ser, y haya que conformarse con una imitación, con la imagen distorsionada del espejo un poco trizado...
lunes, 24 de octubre de 2011
Abrió el libro, sonriendo al percibir uno de sus olores favoritos, y se acomodó en el mullido sillón. Afuera, la niebla hacía imposible distinguir algo más allá de la casa vecina, pero eso solo consiguió aumentar su sensación de felicidad.
Era un día perfecto, se dijo mientras ceñía su chal.
Entonces, un sobre se deslizó de las páginas del libro, con las palabras 'Para ti' inscritas en tinta azul. Lo abrió, intrigada, sacando una esquela pequeñísima, con unas pocas palabras escritas también en tinta azul.
Sobre, esquela y libro cayeron silenciosamente en la alfombra. La niebla que tan feliz la había hecho hace segundos empezó a apoderarse de su mente, y luego de sus pulmones, de su corazón, de sus brazos y de sus piernas. Todo tan blanco, todo tan frío... Hasta que ella entera era niebla.
El chal quedó hecho un montón arrugado sobre el sillón. Las llamas en la chimenea se fueron apagando, hasta convertirse en miserables chispas rojas sobre las cenizas. La niebla empezó a disiparse para dar paso a un tímido sol que se asomaba entre las nubes.
Era un buen día. Era un día perfecto.
Era un día perfecto, se dijo mientras ceñía su chal.
Entonces, un sobre se deslizó de las páginas del libro, con las palabras 'Para ti' inscritas en tinta azul. Lo abrió, intrigada, sacando una esquela pequeñísima, con unas pocas palabras escritas también en tinta azul.
Sobre, esquela y libro cayeron silenciosamente en la alfombra. La niebla que tan feliz la había hecho hace segundos empezó a apoderarse de su mente, y luego de sus pulmones, de su corazón, de sus brazos y de sus piernas. Todo tan blanco, todo tan frío... Hasta que ella entera era niebla.
El chal quedó hecho un montón arrugado sobre el sillón. Las llamas en la chimenea se fueron apagando, hasta convertirse en miserables chispas rojas sobre las cenizas. La niebla empezó a disiparse para dar paso a un tímido sol que se asomaba entre las nubes.
Era un buen día. Era un día perfecto.
Olvido
El tiempo la aplastaba con todo su peso. El tic-tac del reloj colgado en la pared llegaba a sus oídos como si el sonido estuviera saliendo de un parlante. El calendario y sus hojas arrugadas se agitaban con la brisa helada, en un mudo reproche.
El tiempo.
El tiempo pasaba.
Y ella seguía ahí, aferrada a sus propias piernas, la mirada atada al teléfono gris.
Sin respirar, descolgó el auricular y lo acercó a su oído izquierdo, el bueno. Marcó un 6, un 7, un 2... Se mordió el labio inferior, nerviosa. Cortó y volvió a marcar. 6, 7, 2, 4... No, era un 3. Cortó y volvió a marcar, la mano derecha temblando ligeramente. Pero no podía. No podía seguir.
Se le había olvidado.
Tanto tiempo ahí, luchando con su orgullo y su miedo, que había olvidado la única secuencia de números que podía salvarla.
Esta vez todo su cuerpo tembló, y aferrarse a sus piernas no la hizo sentir mejor. Ni un poco. Porque si no podía acordarse, tendría que quedarse allí, atrapada, sola... para siempre.
Y todo por el orgullo.
Por el tiempo.
Y los números.
Así que quemó el calendario. Rompió el reloj en cientos de pedacitos que se quedaron en el suelo helado. Hizo desaparecer el teléfono. Y nunca más tuvo que acordarse; ni del tiempo, ni del recuerdo, ni de ella misma. Nunca más se sintió aplastada.
Hasta se le olvidó cómo era sentir.
El tiempo.
El tiempo pasaba.
Y ella seguía ahí, aferrada a sus propias piernas, la mirada atada al teléfono gris.
Sin respirar, descolgó el auricular y lo acercó a su oído izquierdo, el bueno. Marcó un 6, un 7, un 2... Se mordió el labio inferior, nerviosa. Cortó y volvió a marcar. 6, 7, 2, 4... No, era un 3. Cortó y volvió a marcar, la mano derecha temblando ligeramente. Pero no podía. No podía seguir.
Se le había olvidado.
Tanto tiempo ahí, luchando con su orgullo y su miedo, que había olvidado la única secuencia de números que podía salvarla.
Esta vez todo su cuerpo tembló, y aferrarse a sus piernas no la hizo sentir mejor. Ni un poco. Porque si no podía acordarse, tendría que quedarse allí, atrapada, sola... para siempre.
Y todo por el orgullo.
Por el tiempo.
Y los números.
Así que quemó el calendario. Rompió el reloj en cientos de pedacitos que se quedaron en el suelo helado. Hizo desaparecer el teléfono. Y nunca más tuvo que acordarse; ni del tiempo, ni del recuerdo, ni de ella misma. Nunca más se sintió aplastada.
Hasta se le olvidó cómo era sentir.
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