Un día te compré un lápiz porque quería que me recordaras. Nunca te dije que yo me compré el otro, el que venía en blanco y negro, porque pensé que de lápiz a hilo rojo la distancia no podía ser insalvable.
Pero como siempre en estas cosas, me equivoqué; los lápices no eran muy buenos. El mío comenzó a fallar en los momentos más necesarios, y sin que yo me diera cuenta, acabó perdido en alguno de los cientos de rincones polvorientos que constantemente han poblado mi vida.
Con lo nuestro fue lo mismo: el trajín de los días y los atardeceres, el polvo, y de pronto nosotros tan perdidos, que cuando intentamos quitarnos el tiempo de encima, ya no había vuelta atrás.
Pero como siempre en estas cosas, me equivoqué; los lápices no eran muy buenos. El mío comenzó a fallar en los momentos más necesarios, y sin que yo me diera cuenta, acabó perdido en alguno de los cientos de rincones polvorientos que constantemente han poblado mi vida.
Con lo nuestro fue lo mismo: el trajín de los días y los atardeceres, el polvo, y de pronto nosotros tan perdidos, que cuando intentamos quitarnos el tiempo de encima, ya no había vuelta atrás.
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