martes, 2 de abril de 2013

Por las mañanas

Lo habitual es arrastrarse hasta la ducha sin siquiera abrir los ojos; al fin y al cabo, no lo necesita. Sus dedos ágiles y delgados realizan los movimientos de rutina, y pronto un chorro de agua caliente le golpea la cara sin compasión. Poco a poco, allí en medio del vapor, algo se le va desatando en el centro del pecho, algo que lentamente se transforma en lágrimas, sollozos, y unos minutos después en gritos, puñetazos contra la pared, espasmos sacudiéndolo todo mientras el agua cae y lo inunda, le enrojece las rodillas y le quema la punta de los pies.
Eventualmente, ya no queda más jabón ni champú que sirvan de excusa, y con otro movimiento el agua se detiene. Se queda unos segundos más ahí, ya eliminados los restos del llanto, oyendo el repiqueteo de las gotas contra la superficie de la bañera. Pronto lo recorre un escalofrío. Y solo en ese momento abre los ojos. 
Entonces toma la toalla, se seca concienzudamente el cuerpo, le sonríe al espejo, y le grita a su hermana que ya es tarde, que ya es tiempo de levantarse.

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